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Desde que estaba muy pequeña, casi tanto que pareciera mentira que aun recuerde tan claramente ciertos eventos, ya era capaz de percibir las diferencias que tenía con el resto de la gente. Quienes más me generaban curiosidad, por supuesto, eran los miembros de mi familia, porque mi familia era básicamente el 90% de mi círculo social. Aunque la principal diferencia saltaba a la vista y no hacía falta nombrarla, a mí me resultaba inevitable trazar otras muchas diferencias que, incluso a veces, me mortificaban por no tener una explicación. Me parecía que mis ojos eran demasiado rasgados a comparación de mis papás, era la única en la casa que no tenía el pelo negro (aunque, de tanto desearlo, terminó oscureciéndose con los años), no tenía ese color de ojos miel que mi hermano heredó de mi mamá… la lista seguía hasta aspectos que rozan lo fantástico.
Un día me inventé que yo, en realidad, venía de otro planeta y había ido a parar a la China para que luego, por alguna razón, mi papá fuera a recogerme en barco y me trajera a casa. Quizás fueran reminiscencias de vidas pasadas, quizás una manera que mi imaginación tenía para darse explicaciones, quizás —lo más posible— la ficción lanzándome el primer salvavidas que, aún hoy, sigo abrazando con fuerza.
A propósito del pride month, me he puesto en la tarea de diseccionar ese concepto que a veces me resulta odioso. Pride. Orgullo. Como si fuera necesario proclamar el orgullo propio, para establecernos en una sociedad donde el orgullo y el poder son las herramientas para movernos en la vida. Pero, luego de reflexionarlo mucho, entendí que sí, claro que necesitamos proclamar nuestro orgullo, no para los demás sino para nosotros mismos. Sentir orgullo de lo que somos significa, en pocas palabras, clavar la bandera de la independencia en lo alto de nuestro corazón, porque escalar la montaña del amor propio, aunque parezca un cliché, es tan de vida o muerte como escalar Los Andes descalzo.
Durante gran parte de mi infancia conté la misma historia de la China una y otra vez, con la esperanza de que alguien la escuchara y, en lugar de reírse, confirmara la explicación a mi propia diferencia. Pero en algún momento crecí y sentí vergüenza de haberla inventado, de haberme inventado, porque llegué a creer que la meta era camuflarse a toda costa entre los normales.
Seguí inventando historias, ya no sobre mí, aunque uno siempre está inventando historias sobre uno mismo cuando escribe cobijado en los nombres de sus personajes. Y descubrí un patrón que me persigue desde hace años: mis historias son una búsqueda. En todas ellas hay un deseo de pertenencia, no de pertenecer al entorno sino de pertenecerse. Hay toda clase de personajes que buscan encontrar su lugar en el mundo, así sea otro mundo, cualquiera, incluso uno imaginario. A lo mejor todavía hay una niña adentro pujando por relatarse y comprender sus rarezas. Las historias son mi forma de permitirle encontrar un lugar. Y hoy, aunque aún no lo haya encontrado del todo, me siento orgullosa por recorrer ese camino. Me siento orgullosa de ser diferente. Lo más importante: me siento orgullosa de elegir mi diferencia para plantar ahí, justo ahí, mi bandera.