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La democracia es, quizá, una de las mayores conquistas de la razón humana. Desde la antigua Grecia se postulaba que los ciudadanos son libres, pero que deben asumir una serie de deberes para que el sistema funcione correctamente. Algo así como dar y recibir. Más adelante en la historia apareció el contrato social: los individuos, al vivir en una sociedad organizada, aceptan renunciar a ciertas libertades a cambio de protección y orden; para ello, deben asumir ciertos deberes para mantener la estabilidad de esa sociedad. Después, en los siglos XVIII y XIX, se sugiere que derechos y deberes son dos caras de una misma moneda.

Los derechos y deberes representan equilibrio, como muchas cosas en la vida. Sin embargo, durante los últimos años pareciera que esa balanza vuelca todo su peso hacia los derechos. Las redes sociales nos permiten ver cómo a diario muchas personas exigen que “tienen” derecho a una cosa o a la otra; vemos videos de actos vandálicos que se “amparan” en el derecho a la propuesta, intentando disfrazar de “manifestación” a la violencia. Una sociedad que reclama derechos, pero no que está dispuesta a asumir deberes, es como quien le pide a Dios ganarse el Baloto sin comprarlo.

Los derechos y deberes son un ganar-ganar. Gano en lo personal por lo que recibo, pues la sociedad gana por lo que doy. Recientemente circuló un video de una entrevista que le hicieron al empresario Arturo Calle, donde afirmaba con toda razón que su visión sobre la generación de empleo está dada por la necesidad del empleo mismo para la sostenibilidad de su compañía y que no asociaba la creación de puestos de trabajo como un acto de caridad. Algunas personas pegaron el grito en el cielo y salieron de inmediato a criticar a un empresario exitoso que ha logrado generar 6.000 empleos en un país donde generar uno solo ya es una proeza. Tampoco se hicieron esperar los trinos reclamando y exigiendo que las empresas tienen que generar empleos a toda costa, sin importar el costo de la generación de los mismos (o si son o no necesarios), y que tienen que ser muy bien remunerados. Como es usual en estos casos, el dedo que señala apareció condenando a un empresario que se arriesgó a invertir, a crear una empresa y que, en ese juego, ganó, lo cual ha beneficiado a miles de personas, incluyéndose a él. Ahora bien, también pudo haberlo perdido todo y quedar arruinado. Creo que al país le sirve más que haya triunfado.

Una empresa no está solo para hacer plata, como usualmente se dice en la calle. Una empresa cumple una función social importante, en la medida en que resuelve necesidades de la sociedad en múltiples niveles que abarcan en capital económico, social, natural, cultural, entre otros. Por su parte, el empleado que trabaja en la organización no está allí haciéndole un favor a la empresa, por lo que es deber de la primera garantizar los derechos de la segunda. Ahora bien, eso no puede confundirse con la caridad. Las acciones de ambas partes deben estar encaminadas a que mejoren sus condiciones permanentemente, pues la relación de éxito/fracaso es directa. El empresario que goza de la utilidad (derecho) es el mismo que asume el riesgo de quebrarse o de salir a endeudarse para permitir que la empresa perdure en el tiempo (deber). El empleado, entre muchas otras cosas, debe gozar de un sueldo, unas prestaciones sociales y otras condiciones propias correspondientes a su esfuerzo (derecho), emplea su tiempo, conocimientos y mano de obra en función del éxito de la empresa (deber).

Quien tiene derecho a triunfar tiene el deber de esforzarse. El mundo no mejora a punta de trinos indignados. Esta sociedad requiere del equilibrio, esto es, entender que todos gozamos de derechos, pero que son posibles solo porque atendemos los deberes.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/andres-jimenez/

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