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Lo canta Ana Torroja cuando aún existía Mecano. Le pide a Salvador Dalí lo imposible: que reencarne. «…que andamos justos de genios…», dice la letra de la canción. Acabamos de perder a otro, a Fernando Botero.
El Botero del Torso de mujer, nuestra gorda de toda la vida. El de El pájaro, hecho trizas en 1995 y que sigue ahí para recordarle a quien lo haya olvidado que la violencia es un fantasma que nos recorre y nos espanta con más frecuencia de la que quisiéramos y que hay crímenes que siguen en el limbo de las culpas.
El de la plaza que lleva su apellido, repleta de figuras humanas de bronce con sus genitales brillantes porque la gente los manosea en un morbo que no me sorprende, pero que no entiendo; esculturas que fueron tanto un regalo para sellar para siempre —como si hiciera falta— su unión con Medellín como para amainar la tormenta que caía sobre su apellido por causa de su hijo, Fernando Botero Zea.
El Botero rabioso que pintó a esos soldados voluminosos dejando sobre los lienzos para siempre —porque somos dados a olvidar lo que nos espanta y el arte, en cambio, lo hace eterno— las torturas que cometieron en la cárcel de Abu Ghraib los soldados del ejército de Estados Unidos cuando invadieron Afganistán.
El Botero de Pedrito, ese cuadro bello y triste de su hijo muerto y que le fue difícil pintar. El Botero de Los obispos muertos que pone, uno sobre otro, sotana sobre sotana, las huellas de la Violencia nuestra que tuvo en el púlpito a incendiarios y agitadores; el de Adelita, que en forma de póster estuvo colgado en la casa donde crecí.
El Botero de Masacre en Colombia y de Río Cauca, porque uno no se saca a Colombia de encima y si se es artista hay que pintar gente acribillada y a esos muertos que bajaron por los ríos de este país. Pienso en uno más Carro bomba, que está en el Museo Botero, en Bogotá. Un auto de latas retorcidas rodeado de escombros.
La muerte de los genios sirve para ir a su obra, bien sea para revisitarla o para descubrirla. Pero déjenme ir a un par más de sus cuadros.
El primero está en el Museo de Antioquia, parada obligada para cualquiera que busque acercarse a Botero. Se llama Pablo Escobar muerto. Es un óleo sobre tela de 135 cm x 164 cm. El cuerpo baleado del bandido yace sobre los techos de una ciudad que sigue siendo un pueblo sin edificios que tapen las montañas. Está descalzo, con la camisa abierta y la barriga de los últimos días del capo asomada. Es de 2006. Hay uno previo, de 1999: La muerte de Pablo Escobar. Estuvo —o está, no sé— en el Herning Museum of Contemporary Art. En él, Escobar luce como un gigante parado sobre los techos de ese mismo pueblo por el que parece no pasar el tiempo. Le disparan, se cubre, se adivina su caída, se presiente.
Y aquí, en Medellín, donde no supimos qué hacer con el mafioso cuando lo mataron; aquí donde intentamos esconder su nombre para que no nos espantara; aquí donde uno que fue alcalde y que quiere repetir en el cargo creyó ingenuamente que bastaba demoler un edificio vetusto para exorcizarnos de su figura; aquí, donde nos dimos cuenta tarde de que su sombra se hizo más grande y se volvió telenovela, serie, película, meme, calcomanía, graffiti y sticker…; aquí, digo, ¿no sería buena idea coger esos dos cuadros de Botero y repartirlos por todas partes para empezar por ahí a recontar el cuento, de nuevo, a ver si de una vez por todas, y con ayuda del arte (y sin necesidad del espectáculo), ponemos en su punto a tan terrible personaje?
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/mario-duque/