De profesores y narcisos

Ser profesor universitario es un privilegio y una responsabilidad. Es un privilegio, puesto que enseñar es una forma sumamente exigente y bella de aprendizaje: para preparar una clase es necesario estudiar mucho sobre el tema del cual esta trata, intentar anticiparse a posibles dudas y objeciones que puedan surgir, y estar muy atento a lo que digan los estudiantes para responder adecuadamente. Es una responsabilidad debido a que, para los estudiantes, los profesores son figuras de autoridad y referentes académicos, cuyas palabras e ideas pueden influir profundamente en la manera en que los estudiantes perciben el mundo y el rol que en este deben desempeñar. Un buen profesor puede ser determinante para que un estudiante se enamore profundamente de un tema/ autor/disciplina académica, y un mal profesor puede ser el factor que lleve al estudiante a desechar cualquier interés por el tema/ autor/disciplina académica. No es menor la tarea que los profesores tienen en sus hombros.

Un buen profesor universitario debe, ante todo, ser humilde y recordar que los estudiantes, incluyendo aquellos que apenas están iniciando sus vidas académicas, o quienes estudian disciplinas diferentes a aquella del profesor, tienen cosas importantes para pensar y decir y que, en consecuencia, enseñar no consiste en transmitir conocimiento de manera unidireccional, sino que es un proceso multidireccional de construcción de conocimiento. No creo equivocarme al afirmar que todos los que nos movemos en el mundo universitario conocemos profesores que consideran que ciertos espacios de docencia son una carga para ellos, de la cual sería ideal poder prescindir para poder dedicarse a labores que consideran más importantes y solemnes, como la investigación o la dirección de trabajos de doctorado de estudiantes que, a su juicio, sí hacen cosas verdaderamente importantes y que valen la pena.

Es por esto que si uno se pone a conversar con estudiantes con frecuencia oye quejas sobre el comportamiento de ciertos profesores. Tal vez la actitud más reprochable es la de profesores que abiertamente les dicen a sus estudiantes que no pueden explicar un tema incluido en el programa del curso porque no van a ser capaces de entenderlo. Con esto parecen querer mandar dos mensajes complementarios. Por un lado, es una especie de insulto a los estudiantes, pues se les señala de frente que son incapaces de entender un tema que, no obstante, está incluido en el curso y, por tanto, se supone deberían poder asimilar. Por otro lado, es un acto de autocomplacencia más bien vergonzoso, pues quien así procede manda el mensaje de que tiene acceso a un conocimiento privilegiado que otras personas no pueden siquiera comprender, pues está reservado solo para unos pocos y brillantes elegidos. Patético, por decir lo menos.

Yo he pasado más de la mitad de mi vida adulta metido de manera cuasi-permanente en universidades, primero como estudiante, después como profesor de hora-cátedra, y ahora de nuevo como estudiante. Si algo he aprendido de esto es que los profesores que actúan de la manera que acabo de describir usualmente lo hacen para esconder serias inseguridades personales tras un lenguaje sofisticado, pero vacío. Y mi consejo no pedido para estudiantes que estén lidiando con profesores así es que no se dejen impresionar por quienes, más que profesores, parecen aspirar a convertirse en falsos ídolos.

“La claridad es la cortesía del filósofo”, decía Ortega y Gasset. No solo del filósofo, agregaría yo, sino del académico en general. Hay temas, autores y debates que, sin duda alguna, son extremadamente complejos y difíciles. Y, por supuesto, explicarlos no es sencillo. Pero no es ni debería ser imposible, independientemente del nivel y tipo de estudiantes que compongan la audiencia.

Pongo un ejemplo que me es cercano. En las universidades de Colombia es obligatorio que en todas las carreras se incluya un curso de cultura política y constitucional, en el cual los estudiantes aprendan sobre la Constitución Política de 1991. ¿Es este un tema complejo? Por supuesto, pues involucra temáticas relacionadas con el derecho constitucional, la historia, la ciencia política y la economía. ¿Es posible enseñarlo de manera pedagógica, clara y útil a estudiantes de áreas ajenas a los asuntos constitucionales? Claro que sí, haciendo un esfuerzo concienzudo para explicar de manera sencilla subtemas como la historia de la Constitución, el funcionamiento básico del Estado colombiano, los derechos y sus mecanismos de protección, y los posibles impactos económicos de algunas sentencias de la Corte Constitucional. Para esto uno puede recurrir a estrategias como conectar debates constitucionales que pueden sonar algo abstractos, como los alcances y límites de la intervención estatal en la libertad individual, con asuntos polémicos que despierten la atención de los estudiantes, como la relación entre libertades individuales y consumo de drogas, por dar un ejemplo bastante popular entre quienes enseñan este tipo de cursos. Y esto aplica para otras áreas y disciplinas académicas.

Soy consciente de que la buena docencia universitaria no es meramente una cuestión de voluntad. Existen incentivos institucionales que favorecen que los profesores prioricen la investigación por encima de la enseñanza, incluso entre quienes viven con pasión las horas que pasan en el aula de clase. Pero ese es otro debate, de tipo más estructural. Lo que aquí escribo lo hago pensando en quienes menosprecian a sus estudiantes por considerar que estos no están a su altura, como si fueran indignos de merecer su tiempo y dedicación. Me refiero a quienes, de entrada, asumen que quienes están al frente mirándoles no tienen nada valioso para aportar, como si se tratara de borregos no pensantes. Esos profesores narcisistas, que irrespetan a sus estudiantes con sus gestos y su mirada y que parecen más preocupados por posar de intelectuales sofisticados que por deliberar genuinamente con sus públicos y aprender de ellos, deberían mirarse al espejo para ver la caricatura en la que se han convertido. Tal vez así despierten de la falsa ilusión que ellos mismos han construido. 

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