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Así tituló Cesare Beccaria su tratado sobre los criminales y las formas en que debían ser condenados. Durante los siguientes 300 años, la humanidad le ha dado la razón a regañadientes, y muchas veces sintiéndose seducida por las soluciones simplistas del populismo punitivo, que tiene su mayor exponente en la cadena perpetua contra abusadores de menores.
Deploro la violencia contra los niños, quisiera que los crímenes en su contra nunca ocurrieran y siempre pediré que sus perpetradores sean sancionados severamente. Dicho esto, debo señalar que la cadena perpetua no es una solución eficaz ni para reducir la violencia sexual contra los menores, ni para sancionar efectivamente a sus agresores. En buena medida, los abogados somos responsables de haber permitido que esa idea se instalara en la opinión pública, ya es hora de hacer un mea culpa y saldar esa deuda con la sociedad explicando por qué esta medida no soluciona el problema.
Lo primero que debe preguntarse es por qué en un Estado que defiende la dignidad humana consideramos la posibilidad de que una persona pase toda su vida encerrada en una cárcel. La respuesta reside en la naturaleza humana, lo que nos inclina a aceptar esa circunstancia no es la búsqueda de la justicia ni de la disuasión –para evitar que esto le pase a un niño–, sino la venganza, un instinto poderoso, básico e inherente a nuestra esencia. Lo que buscamos con penas perpetuas es vengarnos de quien agredió a nuestros niños. Los seres humanos se vengan, los padres o las víctimas se vengan (yo mismo en una situación así sentiría la necesidad de hacerlo), pues es la forma de descargar el dolor sufrido contra el que lo ha infligido.
Luego lo que se hace con dicha pena es convertir al Estado en un instrumento para la venganza. Sin embargo, no corresponde al Estado obrar como obrarían los individuos que lo componen. Nuestro avance como humanidad ha consistido precisamente en resistirnos a nuestros instintos, en «autodomesticarnos» como especie desprendiéndonos de esa naturaleza, renunciando a libertades absolutas como la libertad para vengarnos de quien ha causado dolor, y suscribiendo contratos sociales entregando el poder que tenemos como individuos a un tercero que actúe con imparcialidad para alejarnos de la barbarie.
La humanidad tuvo durante más de 2.000 años todo tipo de penas inhumanas como torturas, amputaciones, crucifixiones y un sinnúmero de formas de ejecutar la pena de muerte (que existió en Colombia hasta hace poco más de un siglo), y no pudo exterminar a los violadores, ladrones o asesinos. Desde la entrada en vigencia del actual Código Penal Colombiano, los Congresos se han dedicado a aumentar y aumentar las penas, especialmente para los delitos sexuales; luego resulta paradójico que, aun cuando las penas aumentan, el número de violadores no se reduce.
Lo digo con claridad: aumentar penas para delitos contra menores de edad no resuelve el problema de fondo que es la impunidad, agravar las penas no reduce la posibilidad de ocurrencia del delito. ¿De qué sirve tener penas altas si la mayoría de los casos no se investiga y mucho menos se castiga? En Colombia solo el 1% de los delitos sexuales llega a una condena efectiva, lo que significa que, de 100 violadores, 99 nunca llegan a ser condenados. El problema no es de penas, sino de judicialización. La pena realmente disuade cuando un sistema de justicia funciona bien, capturando y judicializando a los infractores de manera oportuna. Es evidente que la cadena perpetua no promueve la eficacia del sistema judicial, pues la solución no pasa por aumentar la pena sino por reducir la impunidad invirtiendo en investigación criminal, aumentando la capacidad de policía, fiscalías y jueces. La cadena perpetua no incrementa la protección real de los niños y niñas contra la violencia sexual, peor aún, da una falsa ilusión de protección, mientras los violadores siguen sueltos por falta de eficacia del sistema penal.
Desarrollo lo anterior con un ejemplo: piénsese que el razonamiento de un agresor es similar al de un infractor de tránsito al cruzar un semáforo en rojo: no es la onerosa multa ni la posibilidad de perder el pase la que lo disuade de cruzarlo, sino la presencia de una cámara o un agente que aplique la sanción. Así como el infractor cruza en un semáforo no vigilado, de la misma manera el criminal abusa del menor, pues sabe que la posibilidad de ser de ser descubierto es mínima, de ser denunciado aun menor, de ser judicializado sumamente remota, y de ser condenado casi inexistente.
Legislativamente hay mejores opciones, como establecer la imprescriptibilidad de la acción penal en estos casos. Los países que han logrado reducir la delincuencia, lo han hecho yendo en el sentido contrario al aumento de penas y al populismo punitivo, concentrando esfuerzos en la prevención del delito y en la resocialización del delincuente. Nunca olvidaré las palabras de un interno cuando visité la cárcel de Pedregal en Medellín con un grupo de estudiantes de derecho penal “a las cárceles en Colombia ingresan delincuentes… y salen monstruos”. En igual sentido, narra Alonso Salazar en su libro “No nacimos pa’ semilla”:
“A este hijueputa infierno lo tienen que traer a uno por cosas graves, cuando las deba, al fin uno ya sabe defenderse. Pero cómo pueden tirar una persona sana a esta podredumbre. Mucha parte de la gente que entra aquí es sana, pero como los trámites judiciales se demoran tanto, pasan meses o años para que la persona pueda salir. En ese tiempo se vuelven malos, pero bien malos, porque el bueno no sobrevive. Dicen que esto aquí es una escuela de la delincuencia. Escuela no, esto es una universidad. Aquí se consiguen especialistas en todas las ramas de la maldad, y por eso se aprende mucho.”
Finalmente, mantener a una persona en la cárcel le cuesta al Estado cerca de 2 millones de pesos mensuales, lo que se traduce en 24 millones anuales aproximadamente. El Estado colombiano estaría desviando billones que podrían invertirse en entornos protectores, educación, acompañamiento familiar, y en políticas públicas para prevenir la violencia sexual y desmontar la cultura machista que tolera el maltrato y el acoso contra las mujeres y los menores, que desencadena la violencia y los abusos en su contra.