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Desde que perdí las elecciones (me quemé), he tenido dificultades para retomar la escritura. Hoy quería escribir sobre el problema de la negación del otro como recurso táctico para vencer en política en Colombia, pero me quedó a mitad. No puedo dejar de pensar en la segunda vuelta presidencial, así que aquí va.

Con el perdón de quienes guardan alguna esperanza frente al resultado de la segunda vuelta, debo decirles que estas elecciones no resuelven nada. Es más, si me lo permiten, no sólo no creo que se resuelva algo, sino que tiendo a pensar que agravará muchas cosas ¿Qué podría salir mal si ponemos a la gente a escoger entre dos opciones con grandes reparos morales?

A pocas personas le quedan dudas de que el mandato de la primera vuelta fue por el cambio, pero en esta ocasión, quizá más claramente en anteriores, la palabra ‘cambio’ adquiere una condición tan polisémica que le acerca peligrosamente a lo indeterminado. En estas condiciones ¿Se podrá cumplir con la promesa de cambio o nos aproximamos inevitablemente a una nueva frustración?

El primer mandato de cambio, en orden de preferencias para los electores (40%), lo lidera Petro. Es fundamentalmente un cambio frente al modelo de desarrollo haciendo un énfasis muy importante en la reducción de la pobreza y la desigualdad. Petro logró conectar como nadie con esa parte de la sociedad que espera reformas sociales ambiciosas. Tan ambiciosas que podrán resultar hasta irrealizables.

Sin embargo, para darle un poco más de viabilidad política a su proyecto, Petro decidió armar una coalición antes de primera vuelta. Una hazaña en Colombia. Juntar a personas de distintos orígenes políticos alrededor de un mismo objetivo es algo que muy pocos han logrado, antes de primera vuelta. Se juntó con personajes como Roy Barreras y Armando Benedetti, arquetipos de muchas de las malas prácticas de la política colombiana.

¿Qué negociaron? No lo sabemos. Pero el costo fue alto. Le cerró la puerta en la cara a esa parte de la sociedad que exige un cambio, pero en el régimen político. Gente cansada de los políticos y de la política, porque en general sienten que les han fallado. Lo he dicho en varios espacios: se nos juntaron tantas indignaciones que nos volvimos un ocho tratando de responder a ellas. ¿Podía Petro seguir adelante con su proyecto político sin pactar con una parte del establecimiento político-económico? No lo sé. No lo creo.

El segundo mandato de cambio lo encarna Rodolfo Hernández. No es una parte pequeña de la sociedad. Le votó el 28%. Logró conectar como nadie con ese clamor de una sociedad cansada de la clase política; cansada de los privilegios; cansada también de los discursos grandilocuentes. Pero también con una sociedad efectista y necesitada de autoridad. Tan efectista que me temo que aún no sabe cómo va a lograr lo que propone. Resultados a las buenas o a las malas. Y aquí es donde ese 28% aplaude de manera fervorosa. Sí, porque para que exista autoritarismo debe existir una sociedad que lo demande.

Volvamos al principio de la columna… “Es más, si me lo permiten, no sólo no creo que se resuelva algo, sino que tiendo a pensar que agravará muchas cosas”. Hay muy pocos indicios que permitan asegurar que alguno de los dos tendrá un buen gobierno. No sabemos hasta qué punto se encuentra comprometido el gobierno de Petro, o los efectos de llevar al poder a algunos de sus más fanáticos seguidores, capaces de destruir moralmente a quien no esté de acuerdo con ellos, mediada o no la orden, pero eso lo podemos hablar después. O las implicaciones macroeconómicas de una política monetaria irresponsable.

Petro debe prestar atención sincera a ese 28% que votó por Hernández. Parece que hay voluntad. En estos días propuso un gran acuerdo nacional. El problema es que a Petro no le creo. Petro es un mitómano, que eso no se nos olvide. Y esa generosidad democrática no la practicó en la Alcaldía de Bogotá; bien saben muchos de sus colaboradores que puede ser puro postureo. Ojalá se pueda dar ese acuerdo nacional. Se necesita con urgencia, pero soy muy escéptico. Petro preferirá victimizarse, como lo hizo en la Alcaldía de Bogotá y como lo hace Daniel Quintero, para tratar de ocultar la debacle

Tampoco sabemos si Hernández podrá solventar sus gravísimos vacíos programáticos y conducir el país hacia las transformaciones sociales que se necesitan. Dejando de ofrecer tinto en el Palacio de Nariño no se paga la deuda de los estudiantes que tienen compromisos con el Icetex, como lo ha llegado a afirmar. Ni quitándole las camionetas a los congresistas va a lograr que las mujeres sigan padeciendo una sociedad machista. No es suficiente con nombrar mujeres en el gabinete si no se cuenta con políticas públicas bien diseñadas y estructuradas para lograr una verdadera igualdad de género.

Me temo que Hernández preferirá apelar al sentimiento antisistema en la sociedad para saltarse las instituciones. ¿Y por qué no? También se va a victimizar y culpará a la clase política, al Congreso y a los servidores públicos por no poder sacar adelante sus alcaldadas como la de recortar de un plumazo el servicio diplomático. Democracia plebiscitaria le llaman; pero eso no sería democracia sino una dictadura disfrazada de democracia.

Aunque, dicho sea de paso, todas las personas que hemos trabajado con alcaldes sabemos que han dicho permanentemente que “con esa ley me limpio el culo” tal y como lo afirmó Hernández; tal vez lo han dicho de otra manera, pero les gusta decirlo. Alcalde que se respete comete alcaldadas. No está bien, pero reconozcamos que el tipo no se inventó el entuerto.

Volviendo al punto, vienen cuatro años muy difíciles. Hay muchas heridas abiertas. Llevamos varios años por la ruta de la negación del otro. Mucha gente incapaz de reconocer la razón o la virtud en el otro y mucha gente incapaz de reconocer que de pronto de equivoca. Mucha gente endiosando líderes y atribuyéndoles poderes místicos. Esperando que nos salven de nosotros mismos.

He promovido una idea que a mucha gente le incomoda: que dudemos de nuestras certezas y nuestros prejuicios y ponderemos con una alta dosis de realismo los escenarios a los que nos enfrentamos.

La primera renuncia que deberíamos efectuar es la de la idealización moral. He escuchado a muchas personas hablar del “lado correcto de la historia” y al hacerlo omiten el hecho de estar compartiendo asiento con personajes y prácticas moralmente reprochables. No invito a una generalización del relativismo moral, tampoco. Por el contrario, la invitación es aceptar que por estar señalando al adversario podríamos incurrir en el error de relativizar lo que sucede en nuestra propia orilla.

Me he fijado en que para algunas personas el sentido del voto es obvio. Incluso en el plano moral, es obvio. Para mí no. Definitivamente, nos encontramos ante dos candidaturas con bastantes cuestionamientos. Para mí sí es imposible determinar que una de las dos es moralmente más aceptable que la otra. No son los mismos cuestionamientos, por supuesto, pero al ponderarlos, para mí siguen teniendo el mismo efecto: no resuelven el problema de fondo, sino que lo agravan.

El reto, gane quien gane, es que logremos ponernos de acuerdo en el tipo de cambio. Petro y Hernández podrán dar ejemplo, pero nosotros no deberíamos renunciar a ello. No deberíamos renunciar a la política. Deberíamos hacer un esfuerzo por ceder, reconocer algo de razón en el otro y llegar a acuerdos. Abandonar el camino de la negación del otro, pero de esto podemos hablar otro día.

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