Escuchar artículo
|
En medio del calor veraniego de la ciudad de Queronea, Plutarco sacó una regla de madera de los pliegues de su túnica y lo puso al costado de uno de los ladrillos. Luego a otro y a continuación, a muchos más. Estaba acurrucado al lado de los trabajos de la cisterna, midiendo ladrillos mientras los obreros esperaban, algo exasperados, para iniciar la obra pública. Por el camino pasaron algunos políticos locales; magistrados pequeños en una ciudad griega mediocre en el medio del Imperio Romano. Uno de ellos se detuvo al reconocerlo y se acercó con una maliciosa sonrisa en su rostro. Llamó la atención de Plutarco y se burló de lo que hacía como la parte más “innoble” de las magistraturas como la supervisión de las obras públicas. Plutarco no hizo mucho caso y contestó, como cuenta en su libro “Consejos políticos”, que se tomaba el trabajo de medir cada ladrillo de las construcciones de la ciudad porque “no construyo este edificio para mí, sino para la patria”. Y los siguió midiendo.
Hay un cinismo popular sobre la honestidad de los políticos. Es un cinismo viejo, tanto como esta historia de Plutarco. La política vive en un universo paralelo de reglas morales flexibles y decisiones estratégicas en las que los medios palidecen frente a la percibida contundencia de los fines. Las recomendaciones al príncipe que hacía Maquiavelo en el siglo XV no son sino la recopilación de disposiciones en las que ese escenario de “otras normas” funciona. Muchos políticos están convencidos de esta ruptura en el espacio/tiempo que los coloca en lugares en los que la deshonestidad y la injusticia son justificables en tanto “es la manera cómo funciona esto”.
Pero tan viejas son las ideas de divergencia moral de los políticos como las reivindicaciones sobre la importancia de la honestidad, confiabilidad y justicia de los magistrados. Por eso Plutarco se tomó el trabajo de incluir su anécdota en un libro de recomendaciones a un amigo que estaba empezando su carrera política. Él mismo, incluso en medio de lo que para nuestros ojos sería el profundamente corrupto sistema político romano, señalaba con firmeza que “el que se lucra de los fondos públicos (…) no tiene las manos limpias en un solo crimen”. Y que, aunque la principal amenaza para una ciudad es la violencia faccionaria, la segunda amenaza es la corrupción de quienes ocupan sus cargos públicos.
Haciendo remolinos de tiempo y lugar, es evidente que en Medellín es urgente una conversación sobre ética pública. La coyuntura nos lo exige, pero también la estructura. La corrupción es obstáculo para el desarrollo de cualquier sociedad, pero sobre todo pone en peligro la legitimidad del sistema democrático y la confianza de los ciudadanos en los acuerdos fundamentales que permiten que nuestra sociedad funcione.
Hay mucho para hablar sobre transparencia, responsabilidad política y apertura al control ciudadano. Pero siguiendo la historia de Plutarco, quizá un asunto central sea el reconocimiento de la naturaleza del servicio público. Algunos políticos y servidores consideran que estar en un cargo público es una especie de privilegio victorioso, una conquista que les permite hacer lo que quieran, sobre todo, para su beneficio propio y el de los suyos. Pero los cargos públicos en una democracia son una responsabilidad transitoria, son “encargos” que acordamos socialmente, y que están imbuidos de una especie de sacralidad por tener incidencia en los recursos y las agendas públicas.
Medellín necesita tener una conversación sobre la promoción e incidencia de esta idea en sus políticos y servidores públicos. También, de cómo tomamos decisiones colectivas para que sean los políticos responsables -que existen y son muchos, a pesar del cinismo- los que ocupen los cargos públicos. Porque los necesitamos. Por la salud de nuestra democracia, por la vida de nuestros ciudadanos, por la justicia del pacto social que nos reúne en la ciudad.
Necesitamos muchas personas que, idealmente, se tomen el trabajo de medir cada ladrillo.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/santiago-silva/