Conversaciones incómodas

Conversaciones incómodas

En la vida hay que tener conversaciones incómodas. Esto me lo dijo mi amiga Catalina Franco en una de esas notas de voz largas como podcasts que nos enviamos de vez en vez. Y recordé cuánto me ha enriquecido su amistad y el diálogo con ella, cuando hablamos por teléfono, también leyéndola en sus artículos semanales y en un libro precioso que publicó hace tres años, El valle de nadie, que además fue el objeto que nos conectó en la vida.  

Y entonces recordé que se me da muy fácil hablar con quienes pienso parecido —a quién no— y me gusta mucho conocer ideas diferentes, novedosas, que enriquezcan el debate, no libretos aprendidos de memoria y gastados; sin embargo, me cuesta enfrentar a muchos contradictores, porque hace tiempo decidí no exponer mis pensamientos, entre otros asuntos, porque puse por encima de mis opiniones el afecto que les tengo a las personas que me rodean, pues hay muchas con quienes no comparto visiones de vida ni posturas frente a algún asunto. Y me convencí de que no valía la pena discutir con nadie, simplemente opté por aceptar que todos pensamos diferente y que es inútil y desgastante intentar cambiar la opinión de otros. Pero hoy, gracias a Catalina que  me recordó la importancia de esas conversaciones que incomodan, estoy de nuevo, enfrentándome con mis propias contradicciones, con aquello en lo que antes creía y hoy no, y también esperando conocer y reflexionar sobre las posturas de los demás, porque uno termina siempre, irremediablemente, llegando y retornando a los lugares a los que pertenece, y yo nunca he sido una simple espectadora de la vida. 

A mí me gusta escribir, decir lo que pienso, conversar, debatir. Me volví temerosa para dar mi opinión, pero al mismo tiempo que eso ocurrió, llegó a mí esta invitación a ser parte de No Apto, y quise exponerme en esta ágora moderna y seguirme asombrando con lo que descubro. No tenía menos miedo cuando me encerré en mi esfera de ideas que no compartía ni debatía con nadie, cuando sufría por el temor al qué dirán, cuando me negué a mí misma lo único que siempre ha sido mío: mi criterio, el que llevo tantos años construyendo y deconstruyendo para reencontrarme tantas veces —las que sea necesario— porque, como dice otra amiga a la que admiro, Amalia Londoño, “he vuelto muchas veces a mí misma para saber quién soy realmente”. 

Y quién soy depende en parte de esas conversaciones que he tenido, de las personas con las que me he cruzado y de los espacios que he habitado que para algunos pueden ser inconsistentes. A los dieciséis años no creía en Dios y hoy rezo todas las noches; tengo una foto con Álvaro Uribe que luego borré de mi Facebook; llame feminazis a las mujeres que ahora defiendo y me declaro abiertamente feminista cuando antes pensaba que eso era un asunto de moda; dije por años que no me gustaban los perros y hoy uno de mis grandes amores tiene cuatro patas y se llama Gabo; hace dos años me juré que jamás volvería a exponer mis pensamientos ni a ser parte de ninguna discusión, y hoy es lo que más me inspira y me enriquece; sentí por años que mi vida era importante para otros y ahora tengo claro que cualquier cosa que uno hace se olvida rápido y eso dejó ya de preocuparme; he vuelto a mí para hacer las paces con mi mundo interior, más que todo. 

Gracias a esas conversaciones incómodas, a los amigos que me retan, a los que me confrontan y me refutan las ideas, a los que me inspiran a seguir encontrándome nuevamente y a no perder ese ímpetu de narrar el mundo como lo veo. Las discusiones con altura son bienvenidas, adiós a ese miedo de expresar y debatir, en ello está el aprendizaje de que pensar diferente no es un motivo para odiarnos ni para dejar de conversar.  Siempre he abrazado con curiosidad la diversidad de pensamiento, ¿por qué ella no podría abrazarme a mí?

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