Complicidad

Tenía siete años la primera vez que escuché que la palabra “grilla” fuera utilizada de manera despectiva en contra de otra mujer, y salió de la boca de una persona muy cercana a mí, a quien admiro. No entendía qué significaba hasta que seguí escuchando que esta o la otra eran unas “grillas” porque se vestían con faldas cortas y tacones altos, o se maquillaban “en exceso.” Empecé a decirles así a todas las mujeres que me cayeran mal. Cuando tenía 12 años empecé a escuchar esta palabra en el colegio, entre las niñas. Sí, a los 12 años. Este año coincidió con el momento en el que me autoproclamé feminista y comencé a tener conversaciones con mis amigas sobre lo que esto implicaba. Aún así, “grilla” se convirtió en “zorra”, “perra” y finalmente, “puta”. A medida que fuimos creciendo, y fuimos teniendo nuestros primeros besos, la que se había besado con más de cierto número de personas, pasaba de ser una “grilla” a ser una “perra” o “puta.” También estaban los comentarios sobre los cuerpos de las otras mujeres. Y sí, digo mujeres porque jamás escuché comentarios sobre el cuerpo de un hombre. Unas estábamos muy gordas, otras estábamos “buenas” si nos adheríamos a los estándares de belleza, como si fuéramos comida, y otras estábamos “anoréxicas.”  En retrospectiva sólo estábamos repitiendo lo que escuchábamos en nuestras casas. Puedo apostar que usted, lector, ha escuchado y usado mínimo una de estas expresiones para referirse a una mujer. 

Cuando tenía 13 años decidí parar de usar “grilla”, “perra” y “puta” para referirme a otras mujeres porque, frente a mis acercamientos al mundo del feminismo, me di cuenta de que yo no era nadie para opinar sobre cómo se vestían las demás. Tampoco soy nadie para opinar sobre la vida privada de otros, por más cercanos que sean a mí. Y finalmente me di cuenta de que la prostitución no es un insulto, sino un trabajo. Luego, a los 14 años, al ver que muchas de mis compañeras de colegio y amigas sufrían de desórdenes alimenticios decidí parar de hacer comentarios sobre sus cuerpos, y me limitaba a decirles que me gustaba como se les veía la ropa y a hacerles cumplidos respecto a cosas sobre las que ellas no tenían control. Muchas veces vi cómo un comentario de “Estás muy linda” llevó a mis compañeras a no comer nada más por el resto del día para seguir “así de linda.” Y ni hablar de los comentarios negativos. Aún así, a veces siguen apareciendo estos adjetivos en mis pensamientos, como gusanos listos en manzana podrida. Es así como sé que sigo siendo cómplice de la misma sociedad patriarcal con la que estoy en completo desacuerdo.

Muchas veces cuando estoy hablando sobre feminismo, particularmente con hombres, me dicen que las mujeres podemos ser aún más machistas que ellos. En este punto de la conversación ya hemos llegado a un consenso sobre la realidad del machismo. A veces incluso establecer esto se siente como una batalla, y pareciera que los argumentos para desviar la conversación hacia la culpa de las mujeres en el mantenimiento del patriarcado son infinitos. Aún así, creo que es importante reconocer que las mujeres también tenemos un camino muy largo para recorrer para que el mundo sea un poco más igual para nosotras. Entonces sí, hombres, las mujeres también somos machistas. Y ¿cómo no serlo cuando vivimos en un mundo machista? 

Así es como el comentario de la candidata presidencial Ingrid Betancourt, en el que se refiere a que las mujeres “nos hacemos violar,” se me hace muy similar a lo que solía decir de las “grillas”, “perras” y “zorras” a los 12 y 13 años. No, no es un lapsus en el  pensamiento, sino una respuesta natural al mundo que habitamos. Y yo, al igual que Betancourt, me excuso por haber repetido estos comentarios. Por esto, precisamente, es que debemos no solo mirar hacia afuera, hacia los sistemas patriarcales que nos rodean, sino también para adentro. En nuestras conciencias tenemos fundidas partes de las estructuras en las que crecimos, y aunque no es nuestra culpa que esto sea así, sí es nuestra responsabilidad reconocerlo y cambiarlo. La semana pasada escribí sobre esto en mi columna “Georgina”, pero quiero recalcar que esto no es un fenómeno de una vez y tampoco va a parar de un momento a otro. El complejo de mujeres versus mujeres, como a mí me gusta llamarlo, es tan común que yo lo empecé a vivir a los siete años y lo interioricé porque personas que amo lo replicaban. Yo, por lo menos, no quiero que las mujeres que me rodean sientan que las estoy juzgando, y tampoco quiero que mi primita, ni mis posibles futuras hijas sepan que soy cómplice de su subyugación. 

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