La cosa. Leí en un texto del cubano Leonardo Padura que en la isla suelen hablar mucho de la cosa. Si está bien, si está mal, si se ha vuelto todavía más compleja…
Pero ese sustantivo indeterminado, que nos sirve para nombrar lo que desconocemos y así darle existencia, no es exclusivo de los cubanos.
La cosa es el momento, la suma de hechos, el contexto, las decisiones, el estado de ánimo de unos y de otros, el todo y la nada de lo particular y lo general, del individuo y del mundo.
El último correo electrónico que recibí de mi hermano mayor —fechado en febrero de 2007– tenía por asunto «Bien va la cosa».
Pero que vengo aquí es a hablar de otro asunto. Sí de muertos, pero no de los míos. De los de todos, quizá. O del muerto de muchos, para no exagerar, porque sí, son bastantes los que cada día se persignan, suman algo más de 1.400 millones, pero en este mundo somos más de 8.000 millones de almas, para no perder el aura religiosa.
Pero no, tampoco es del papa muerto de quien quiero hablar. No es de Jorge Bergoglio y su alter ego Francisco I de quien me quiero ocupar. O no del todo, sino de la cosa.
¿De qué cosa? De esta que estamos viviendo, de este mundo y esta humanidad que parece en contra de sí misma, de este escorar a la derecha y la extrema derecha aquí y allá, de esta sociedad y esta suma de hechos que me tienen pensando en cómo estará de mal la cosa que era un papa —máxima autoridad de una institución famosa por su tendencia reaccionaria— el último vestigio de solidaridad y progresismo.
El mundo era mejor con Francisco, leí y oí en varios lados. Y ahora, ¿qué será de nosotros?, era su lamento. Hubo otras voces. «La muerte provoca una amnesia selectiva, un efecto parecido al que producía el Ministerio de la Verdad en la novela 1984», escribió Leila Guerriero en su despedida, llena de crítica, a la contradictoria figura de Bergoglio, que siempre fue, pese a todo, el líder de una institución conservadora como la que más. Claro, eran tiempos de un negro en la Casa Blanca, de la social democracia fuerte en Europa y los años previos a la caída en desgracia de la izquierda latinoamericana.
Y sin embargo, todo puede ser peor. Los años en qué daba vergüenza ser fascista quedaron atrás. Hoy se pasean por la Tierra, sonrientes y sin complejos, los perseguidores de las libertades y los derechos de las minorías. Y me temo —aunque no es temor, es más bien certeza— que volverá a reinar en Roma uno de esos papas como el silencioso Eugenio Pacelli, más conocido como Pío XII, o el reconvenidor Karol Wojtyla, también llamado Juan Pablo II. El primero calló cuando el nazismo recorría el mundo. El segundo censuró a los curas de la Teología de la Liberación.
En fin, que cómo estará de mal la cosa que al papa que más acercó a la iglesia católica a las enseñanzas del Sermón de la Montaña, lo señalaron de comunista en lugar de cristiano.
Corren tiempos oscuros. Seguro también en El Vaticano, así la fumata sea blanca.
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