Ríos de tinta han corrido hablando de cómo la competencia saca lo mejor del ser humano. La economía clásica la tiene como pilar de su pensamiento, y algunos ven incluso una “carrera hacia la cima”: un darwinismo virtuoso que perpetúa a los más diligentes y eficientes, poniendo a disposición de consumidores y empresarios los mejores productos y el trabajo de mejor calidad. Friedman, el libertario, colaboró con la dictadura chilena, creyendo que la mera imposición de libertades de mercado conduciría a la democracia.
No obstante, en el comercio internacional se habla de la “carrera al fondo”. También darwinismo, pero hacia lo peor: supervivencia en el mercado de los productores que más abusan del trabajo, con el menos respeto por el medio ambiente, y con desdeño de las libertades individuales y democráticas, o que menos se preocupan por la salud del consumidor.
Por supuesto, si el comercio internacional es una carrera al fondo, durante mucho tiempo el fondo ha sido China: trabajo con pésimos salarios (hoy no es el país con los salarios más bajos, pero mucho tiempo estuvo entre ellos). Los bienes industriales chinos, hoy vendidos en todo el planeta, son intensivas en energía, y esta viene del carbón, con el perjuicio que conlleva que el taller del mundo sea impulsado por el combustible más sucio. Así mismo, en China no hay sindicatos, pues el Partido Comunista Chino lo prohíbe (irónico, ¿no?), e incluso se sabe de trabajo forzado en la provincia de Xinjiang, donde se desenvuelve hoy el genocidio contra el pueblo uigur. China igualmente ha manipulado el valor de su moneda para subsidiar mediante tipo de cambio sus exportaciones (dicen los expertos que esta situación ha cambiado, pero no porque los chinos respeten el “libre mercado”, sino porque sus intereses han cambiado, es decir, hoy les sirve tener una moneda cara, pues son grandes importadores).
China, a pesar de no ser un agente que busca sistemáticamente desestabilizar el sistema multilateral, sí es un jugador malicioso que constantemente ha robado propiedad intelectual a otros rivales, siendo esta práctica de espionaje industrial auspiciada desde el Estado. Ahora, podemos aceptar que el sistema internacional de patentes tiene grandes problemas, pero espionaje a gran escala tampoco es la mejor forma de incentivar una competencia sana.
Incluso peor, cuando las democracias van a sacar adelante algún proyecto como una carretera, un puente, o una central de generación eléctrica, hay toda suerte de procesos que deben surtir, como diálogos con comunidades afectadas, expropiaciones, reubicaciones, y abundantes litigios jurídicos, para llevar el proyecto a su feliz conclusión. En China, basta con que el gobierno lo anuncie, y las comunidades pueden recibir una indemnización o no, pero poco pueden hacer para resistir la decisión del gobierno. En contraste, los proyectos de infraestructura en los países democráticos sufren casi siempre del NIMBY (Not in my backyard, “no en mi patio trasero”), pues todos queremos energía, agua saneada, alcantarillados y rellenos sanitarios, pero nunca los queremos junto a nuestras casas.
Entonces, es bien difícil para los demás países competir en estas condiciones. Pero ese no es el único problema que surge de la entrada de dictaduras al comercio internacional. Autocracias como China, Rusia, Venezuela, Arabía Saudí, e Irán (para nada un listado exhaustivo), persiguen proyectos geopolíticos nocivos para la estabilidad internacional, sin mencionar las violaciones de derechos humanos. Rusia ha ahogado numerosas veces movimientos democráticos en gobiernos que considera sus satélites. China tiene un solo aliado, Corea del Norte, que tanto goza de amenazar al mundo y a su vecino del sur con el holocausto nuclear. Irán adelanta guerras en toda la región del medio oriente y por medio de sus aliados, ya sean Hezbolá en el Líbano, Al-Assad en Siria, o los hutíes en Yemen.
Hay que entender que, en este mundo desencantado de la democracia, las dictaduras son fábricas de refugiados que huyen hacia países democráticos. Los grandes genocidios se producen en regímenes autoritarios (uigures en China, rohinyás en Birmania, o los problemas en Darfur, Sudán). Y por último, las autocracias colaboran para subvertir la acción de la comunidad internacional. El más reciente ejemplo es la votación en la ONU para condenar la invasión en Ucrania. Solo cuatro países votaron a favor de Rusia: Siria, Venezuela, Bielorrusia, e Irán. ¿Quedan dudas?
Estas críticas a las autocracias no son una loa incondicional a los países democráticos: Estados Unidos y Europa llevan décadas desestabilizando oriente medio. Después de armar a Saddam Hussein durante años, y vapulearlo para invadir a Irán, la administración Bush ocupó Irak con falsos pretextos, dando pie, entre otras cosas, a la aparición del Estado Islámico. Europeos y americanos han abusado de su poder y de los mecanismos de mercado para defender sus intereses, y así han contribuido mantener a los pobres, pobres. También han sido racistas y machistas.
Esto no nos debe nublar el juicio: las fallas de la democracia existen, son integradas por seres humanos falibles, y aunque las instituciones no son perfectas, sí son perfectibles. En ningún momento debemos preferir el autoritarismo a la deliberación, así el primero parezca ágil y práctico y la segunda débil y burocrática: cuando los pueblos votan, hay problemas, pero no hambrunas. No lo digo yo, lo dice el premio Nobel de economía Amartya Sen.