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“Esas viejas casas de París, en barrios descuidados y olvidados, sus altas fachadas grises, sus portones sucios, sus muros descascarados, sus escaleras sombrías. Uno imagina que no pueden cobijar más que la soledad, la vergüenza, la desesperación y la muerte. Y de pronto se abren de par en par los postigos de una ventana y asoma sonriente, abrazada, una pareja de jóvenes amantes”.
Julio Ramón Ribeyro, Prosas apátridas.
¿Qué es lo que hace a una ciudad? Me pregunté un día a las siete de la mañana, mientras caminaba con mi perro en una loma de Medellín y me imaginaba viviendo en Sídney, Australia, con él. ¿Cuáles serían los ruidos que escucharíamos, qué cosas veríamos, qué tan diferentes serían estas aceras y este deambular insignificante de una mujer con su perro? ¿Cómo sería nuestra vida? Miré el asfalto e intenté imaginarme en ese preciso instante caminando por la calle George, que lleva a Circular Quay, un puerto en Sídney donde está ubicada la imponente Casa de la Ópera que conocí hace cinco años, y al recordarla siento un calor en el pecho, como cuando Rafael me abraza, o cuando veo a mi perro en forma de ovillo en el sofá descansando apaciblemente.
Ese calor que solo se siente cuando el corazón comprende y recuerda la plenitud. La memoria puede fallar y los recuerdos distorsionarse, pero las sensaciones quedan albergadas en algún punto entre el cerebro y el corazón, y es posible revivirlas, sin importar en dónde estemos.
Cada ciudad tiene una vida propia, ajena a todas las vidas que la habitan, que se va transformando y amoldando a ese conjunto de actividades y formas de integrarse. Y hay también, subyacentes, unas formas desconocidas en esos lugares que habitamos, como una especie de ciudad inadvertida que, aunque llevemos años recorriendo, no conocemos. Pienso en esto cada vez que viajo y conozco nuevas ciudades o regreso a las que ya conozco, pero que siento y percibo cada vez diferente. Hoy, mientras escribo, estoy en Madrid, ciudad que conocí en el año 2009 y en la que he estado un par de veces más; y mañana pisaré Londres por primera vez. Mientras me leen, estaré descubriendo calles y avenidas de esta metrópolis inglesa en la que anhelo descubrirme también como ciudadana de otra parte. Llegar a un lugar es darse la posibilidad de abrirse camino de una forma nueva, pero se lleva adentro algo de la tierra de la que uno es.
Ser de Medellín es cargar con heridas abiertas y con una especie de desconsuelo patriótico, que no es desarraigo. Medellín es mi ciudad. Donde nací, crecí y vivo. Pero no significa que ese sentimiento me impida observarla tomando distancia para pensar en cómo habría sido de diferente mi vida si hubiera nacido en una ciudad distinta. No hay forma de saberlo, pero al conocer otras ciudades e imaginar realidades distantes y opuestas la ensoñación me permite seguir comprobando que el mundo es un lugar tan delimitado y poco accesible para la mayoría. Es muy poco lo que conocemos y hay millones de personas que no han tenido la posibilidad de ir más allá de sus fronteras. Sin embargo, la imaginación y el anhelo de otras vidas posibles no tiene límites y nos permite ir a otros lugares sin movernos.
Las ciudades son caóticas y fantásticas al mismo tiempo. Pueden engullirte, como el ojo de un huracán, en un instante, y dejarte desarmado por el idioma, el desconocimiento o la sensación de añoranza de tu propia tierra. Pero son también la puerta para descubrirnos de otra forma, en otras miradas, en otras voces, lejos de lo conocido y, aun así, sentir que pertenecemos a un rincón remoto.
Me he sentido extranjera en mi propia ciudad muchas veces y me sorprende esa capacidad camaleónica que tienen las urbes de transformarse y convertirse en lugares inhóspitos y desconocidos, aunque llevemos años en ellas.
Son tantas y tan distintas que me parece que no llegaremos a conocernos en nuestra multiplicidad étnica y errante porque es imposible abarcarlas y vivirlas todas.
A una ciudad la hacen sus habitantes y su geografía, me respondo después de haberme preguntado ese asunto matutino, mientras caminaba con mi perro. La ciudad en la que vivo tiene los olores que conozco, las calles que me sé de memoria al derecho y al revés, es el cementerio de mis abuelos, tiene mis huellas adolescentes e infantiles, ha sido catalogada la ciudad más violenta del mundo, es un valle de nadie en ocasiones, una canción de Juanes, un osario de desaparecidos bajo escombros, ganadora de premios que muchos resaltan con orgullo mientras que a mí me ofenden. Es un hogar de desigualdad y pobreza y, al mismo tiempo, un atractivo turístico para millones de extranjeros.
Una ciudad es una multitud. Construida no solo desde lo físico, sino desde lo que cada habitante vive y experimenta en ese lugar urbano en el que hace años los seres humanos empezamos a organizarnos y establecernos. Hay una multiplicidad ingobernable y desconocida dentro del corazón de cada uno que ningún punto del mapa puede atravesar ni comprender. Las ciudades son lo que hacemos de ellas: un barrio feo y abandonado o y la imagen de dos amantes inocentes observados por un transeúnte. Algunas agonizan, como mi sangrante Medellín, y otras florecen luego de entender que las heridas persisten como un recordatorio, no de mantener el horror, sino para no repetirlo, como Sarajevo, aunque no he ido nunca.
Son cosas que pienso cuando me muevo…
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/amalia-uribe/