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Ahora que Medellín está en el centro del espectáculo y que todos hacemos parte de esta puesta en escena que significa ser “destino turístico de moda” y tener los barrios “más cool” del mundo quiero pensar en la ciudad-producto que está a la venta en el mercado del entretenimiento. En las implicaciones de confundir este segmento de la economía con la cultura y de aplicar criterios de mercado a la creación artística.
En Medellín el entretenimiento es un buen negocio y lo es porque sus productos se fabrican siguiendo los principios de la eficiencia económica: una canción se escribe y se graba no necesariamente porque sea bella sino porque, con ayuda de los algoritmos calibrados para leer las respuestas cerebrales de los oyentes, puede generar diariamente 20 mil dólares a punta de reproducciones en plataformas de streaming. Los restaurantes, los bares y los hoteles se construyen a partir de plantillas, drywall y mobiliario de set de televisión. Son tan genéricos que podrían estar aquí o en Miami, en Barcelona o en Bangkok. Están listos para producir ganancias en dos o tres meses y, más que pensar en la comida, se concentran en garantizar una “experiencia” que, en la mayoría de los casos, se reduce a tener una buena conexión a internet, enchufes para cargar celulares y computadores y un servicio rápido y discreto.
No me sorprende que Medellín sea una ciudad tan popular para los “nómadas digitales”: además de las ventajas del cambio de moneda y la complicidad de las autoridades para hacer lo que en sus países de orígen los tendría en prisión, aquí todo está dispuesto para vivir la fantasía del individualismo: no importa dónde estés, todos los lugares son lo mismo porque el centro del universo eres tú.
Si entendemos la cultura como la entendía Cicerón, como el cultivo del alma, el entretenimiento es apenas un sucedáneo y uno muy peligroso. La forma más rápida de desarraigar a un pueblo es sustituyendo su cultura con fórmulas genéricas, fácilmente reproducibles, que prescindan de la contemplación necesaria para la creación y que puedan generarse mecánicamente. Las expresiones prefabricadas no están hechas para estimular la sensibilidad y la exploración de nuestra humanidad. No permiten cultivar nuestras almas. Como la comida chatarra, llena de aditivos para sobreestimular al cerebro y lograr que ignore la sensación de saciedad, el diseño y la generación de contenidos para el mercado buscan ser palatables: que se traguen fácil y que quien los consuma quede con ganas de más sin saber realmente por qué.
La trivialización de la cultura no es una externalidad del sistema económico: es un presupuesto necesario para que nuestra faceta de consumidores se imponga sobre la de ciudadanos. Aceptar sin crítica las expresiones estéticas dominantes y evitar cuestionarlas apelando a su contribución al crecimiento económico y a lo inevitable de su existencia en un mundo en el que existe libertad de mercado, es tener muy poca imaginación o amnesia selectiva para olvidar lo importante que es para la democracia cultivar una sensibilidad expandida: una que nos permita ver los frutos de nuestra alma y soñar una mejor sociedad con mejores personas.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/valeria-mira/