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“Todos tenían, para él, rostros ansiosos. Ya antes había observado esa misma ansiedad en las caras de los urrasti, y se había preguntado cuál sería la causa. ¿Sería porque, aunque tuvieran mucho dinero, estaban siempre preocupados por ganar más, por el temor de morir en la pobreza?”
Los desposeídos. Ursula K. Le Guin.
Hay un nuevo puntito en el mapa de mi cara. Lo dibujó el sol que disfruté en mi reciente viaje. Soy consciente de que tengo más canas y más arrugas que hace solo un par de años. También me di cuenta de que se me hincharon los pies tras diez horas de vuelo, de que noches de poco descanso entre ciudades llevaron a amaneceres con bombas bajo los ojos que no conocía y de que en algunos momentos me dije internamente “esto antes lo hacía sin problema”. Este es mi presente. Es todo lo que tengo. Y al mirarme al espejo no hay lamento, sino la sonrisa cómplice de los mapas que me recorren: los miro y viajo otra vez a esos días de vida sin medida.
Lo que sí me aturde es la obsesión por el aspecto físico, por una salud que siga las normas contradictorias que publican todos los días, por buscar formas de retroceder el tiempo y disfrazar lo que se ha vivido, por extender lo que se idolatra y existir con base en algún estatus. Habla Manuel Vicent en una columna sobre ir en un automóvil y, en vez de pasarse los carros que van lento, convertirse en uno de ellos, contemplar el paisaje, hacerle señas al de atrás para que se adelante y vaya a la velocidad que desee. Empieza con ese ejemplo y lo lleva a no tener que ser el escritor más exitoso y a aceptar el envejecimiento con humildad, “como un náufrago que llegaba todos los días a la orilla y se salvaba”. Habla de dejar de competir y recibir la calma que ello conlleva. “Sentía una armonía interior al quedarse atrás, donde estaban las cuatro estaciones del año con sus flores y sus frutos”, dice.
Esa paz es indescriptible. Llevar las canas, las arrugas y los dolores como la vida vivida. La certeza de no necesitar títulos para certificar el propio valor, sino amanecer donde pueda florecer la creatividad esencial, eso es lo que teje el sentido de vivir y convierte los adornos en detalles minúsculos en un mundo de una velocidad y un vacío desproporcionados, en el que la salud mental pone, más que nunca, incontables interrogantes sobre la mesa acerca de para qué existimos y cómo se existe mejor. ¿Compararse con quién, para qué? ¿Acumular qué para llevárselo a dónde? “Si puedes ver una cosa completa —dijo—, siempre te parece hermosa. Los planetas, las vidas… Pero de cerca, un mundo es tierra y piedras”, escribió Ursula K. Le Guin en Los desposeídos.
Es que vamos muy rápido y nos encanta sacar conclusiones tempranas y radicales, ver la perfección que simula la distancia. En una ocasión, durante mi viaje, me monté al tren y observé extasiada por la ventana, pensando lo afortunada que era de haberme sentado a ese lado, en donde estaban la mayoría de los regalos del paisaje: ríos, lagos, sembrados preciosos. Fue cuestión de minutos para que en la orilla opuesta apareciera la cascada. Somos expertos en definir a quién —incluidos nosotros— le ha tocado lo más deseable. Hay que serenar al juez que asume que la suerte está echada: la vida cambia, los puntos de vista evolucionan, todo es una mezcla, nada es absoluto.
También he pensado, partiendo de ejemplos a mi alrededor, en cómo la mirada y las decisiones son efectivamente lo que les da forma, en gran medida, a los días de una vida. Veo gente de sesenta años sintiéndose de cien, rememorando con angustia ese pasado en el que todo fue mejor, contemplando los cambios de su cuerpo como el fin. Y, en contraste, me sorprendí durante el viaje con una maravillosa cantidad de mayores de ochenta —¡parejas tomadas de la mano! — de mochila y sandalias caminando bajo el sol, disfrutando cocteles en terrazas de ciudades lejanas a sus orígenes.
Los proyectos vitales nos determinan y no hay que dejarlos para un después radicalmente incierto. Porque es que la propia existencia no es para los otros, sino para nosotros. Porque esa idea desgastada de que no importa lo que piensen los demás resulta ser una de las principales claves para la paz. Porque el tiempo vivido es lo que somos y los signos de vejez las cicatrices invaluables de habernos levantado de la cama, de aventurarnos al mundo. Y porque la libertad de ser dueños de nuestro tiempo y nuestro destino nos recuerda que no tenemos precio, que somos en presente.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/