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“…Mas no es completa gloria
vencer en la batalla,
que el brazo que combate
lo anima la verdad.
La independencia sola
al gran clamor no acalla;
si el sol alumbra a todos,
justicia es libertad…”
X estrofa del Himno Nacional de Colombia
Este miércoles el festivo es atravesado. En el ombligo de la semana se conmemora nuestra independencia. Es el épico y patriarcal día en que se dice con grandilocuencia y orgullo patriota que nos pudimos librar del yugo de los colones españoles.
Se izarán banderas en las que el rojo es la sangre, se honrarán estatuas de hombres pequeños engrandecidos por sus armas, habrá clamores ante un himno que termina diciendo “deber antes que vida” y que todos cantan sin conocer, con la mano en el corazón. Que ironía, donde late la vida.
Yo coincido en la importancia de proclamar la independencia y la libertad. También admiro a quienes vieron otro mundo posible. Celebro a Policarpa Salavarrieta, Manuela Beltrán, María Clemencia Caicedo, Carlota Armero. Mujeres fuertes, educadoras, tejedoras, amantes de la vida durante el periodo de independencia. Pero no creo que este día celebre la profundidad y transcendencia de hacernos más libres y tampoco que nuestra historia se cuente completa, como es claro con el desconocimiento de estos nombres que menciono.
Diré también que sin duda reprocho a la colonia española que usurpó nuestras lenguas, nuestros recursos, que violó a nuestras mujeres, que armó a nuestros niños, que catequizó nuestros rituales, que puso barcos sobre los mares llenos de objetos para tranzar con engaños, que tuvo que usar la pólvora porque no pudo con nuestra fuerza jaguar, que volvió moneda al sagrado cacao, que le quitó la profundidad al maíz y creó la impensable hambre en territorios abundantes, que nos hizo creer que la sexualidad era pecado, que nos vistió de vergüenzas, que derramó sangre indígena y que como mayor daño imperdonable, nos robó la identidad y con ello vencieron para siempre.
Por eso, aunque celebro la libertad como valor humano y la emancipación de los foráneos colonos europeos, me pregunto si es cierto que la conquistamos. Dudo que el 20 de julio se celebre aquel anhelo. No creo que seamos aún soberanos de nuestra identidad y dueños de nuestro territorio.
Porque nuestros libertadores, esos que tienen sus caras en nuestros billetes y que lograron que sus nombres bautizaran nuestras plazas y calles más relevantes, no conquistaron lo perdido. No le devolvieron dignidad al pueblo y mucho menos su más autentica identidad, que es donde radica la libertad. Ellos, los héroes de nuestras odas, reemplazaron un opresor por otro. Los padres de la patria que prometían el cambio y la autonomía, fueron los mismos que dejaron cristos en los pasillos de los edificios conquistados, esos que se usaban para, en nombre de un Dios, asesinar pueblos indígenas enteros; celebraron en iglesias sus triunfos independistas, sedujeron a mujeres con su nueva grandeza y montaron gobiernos sobre la sangre de todos.
¿Qué cambió? ¿De qué nos independizamos? ¿para qué lo hicimos? ¿qué era aquello que queríamos recuperar?
Esto que hago aquí es sin duda un anacronismo. Estoy juzgando una historia de la que no hice parte y que no contaba con nuestras actuales conciencias. De todas formas, si avanzar no es para ello ¿Para qué es? Me excuso con el pasado reciente por ser tan dura, pero es mi manera de reivindicar otro pasado que sucedió antes de ellos, que no violentaba y que tenía raíces profundas en esta tierra.
También es mi manera de decir, que nuestro presente no tiene por qué seguir vitoreando en los hombros de la violencia. Que hoy tenemos la mínima responsabilidad de hacernos preguntas. ¿de quiénes somos hijos?, pero ¿de quiénes seremos padres y madres? ¿Qué es Colombia?