Escuchar artículo
|
Colectivos de Grafiti en Medellín han adelantado una campaña de memoria muy comprometida por la verdad, tras los primeros hallazgos de cadáveres en La Escombrera de la Comuna 13 de Medellín, lugar donde el movimiento de víctimas sigue buscando a otras 500 personas dadas por desaparecidas desde la intervención militar denominada Operación Orión—desplegada por el Ejército en articulación con paramilitares—, Lo muros permitieron que la ciudad se inundara de verdades. «Las cuchas tenían razón», se leía en honor a las madres buscadoras que llevan dos décadas esperando respuestas sobre el paradero de sus seres queridos.
¿A quién podría molestarle la verdad? A quienes se dicen dueños de la historia y creen que, a través de la censura, pueden ocultarla o hacer que sea menos cierta. Esos mismos se han organizado con las intenciones más ignominiosas para borrar, con pintura gris, las paredes que se han convertido en la voz de las víctimas.
Quisiera tener esperanza en que quienes dirigen y toman decisiones en esta ciudad estarán a la altura de los hechos y responderán ante la censura y la aniquilación de la libertad de expresión que, muy a pesar de algunos, sigue existiendo. Sin embargo, la realidad es otra. Hemos visto al presidente del Concejo de Medellín, Sebastián López, manosear de la manera más burda el dolor de las víctimas y apoyar el exterminio de los peligrosos muros, llamando «milicianos» a la oposición. Al concejal Andrés Gury rodeado de un ejército de siervos cargando botes de pintura negra, escribiendo la primera estupidez que se le ocurre en la cara recién pintada de algún muchacho que todavía no aparece, vociferando que «no van a dejar que la izquierda siembre su narrativa«. O peor aún: hemos visto cómo el mismísimo Museo Casa de la Memoria, un espacio pensado por y para las víctimas, ha borrado un mural realizado por esta misma población para reemplazarlo con un mensaje que, más que un llamado a la reconciliación suena a amenaza. Funcionarios de la Alcaldía de Medellín han tapado, con desesperación, el espejo de lo que siempre han sido, un centro de violencia institucional, desprecio por las víctimas, y una fragilidad inexplicable ante cuatro crudas palabras.
¿A quién le pertenece la memoria? ¿Será la Alcaldía o el Concejo de Medellín quien decida qué se dice y cómo se dice? La memoria no es algo que pueda poseerse (y lamento traer esta noticia para los libertarios tapa-murales). Es una construcción viva que sobrevive a la represión, al exterminio, y va más allá de cualquier ideología o individuo. Pensar que las expresiones de memoria pueden controlarse, limitarse o someterse a un protocolo burocrático para su ejecución no solo es caer en la más ingenua de las ideas, sino también ser artífice de un mundo carente de imaginación y tolerancia, donde la libertad de expresión y el derecho a la memoria son inviables. Hacia allá va Medellín.
Esta situación debería ser una oportunidad para entablar conversaciones más profundas sobre lo que llamamos «tacita de plata» o sobre conceptos como el de la «cultura metro», que a veces parecen responder más a la lógica de un Estado vigilante y controlador que a la de un espacio para ejercer derechos. Mientras tanto, ellos podrán seguir en sus infructuosos intentos de borrar murales (sin hacer ninguno, porque hasta allá no les da la creatividad), y aquí seguiremos pintando miles. Podrán insistir en llamar al «cucho», pero, al final, desde un estrado y como enjuiciado, poco o nada podrá hacer por ellos. Podrán seguir desesperadamente intentando enfrascar el océano.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/sara-jaramillo/