Causas objetivas de la polarización

Causas objetivas de la polarización

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La polarización es un fenómeno global, que se ha acentuado en los últimos años, hasta el punto de que en 2003 fue elegida como la palabra del año por la FundéuRAE (Fundación del Español Urgente), en una llamativa clasificación, que esta entidad viene realizando hace más de una década.

En Colombia, la polarización es tan grave que sistemáticamente estamos apareciendo en su podio de deshonor en el mundo. Precisamente, en el mismo 2023, y según el Barómetro de confianza global, que realiza la consultora Edelman desde hace varios años, los países más severamente polarizados del mundo fueron, en su orden: Argentina (con 154 puntos), Colombia (136), EE.UU. (133), España (133), Sudáfrica (132), y, sorpresivamente, Suecia (130).

Para dicho informe se encuestaron a más de 32.000 personas de 28 países, y para determinar la puntuación y clasificación final se sumaron dos porcentajes: el de «división» de un país, es decir, el porcentaje que cree que su país está muy o extremadamente dividido, y el de «arraigamiento», es decir, el porcentaje de los anteriores encuestados que no cree que su país pueda superar sus divisiones (es.statista.com). ¡Nefasto!

 
Además, la firma acota que la justicia económica y el respeto y confianza en las instituciones son factores determinantes en la percepción de los encuestados.  En esto es que me quiero detener, dado que las raíces de la polarización son más profundas que la ideología o los dogmas. Por supuesto que influyen, porque el fenómeno es multicausal, pero están lejos de explicarlo de manera suficiente. La cuestión es más profunda, y parte de hechos, de facto o discursivos.

No me cansaré de reiterar que los principales males de este país son, en su orden: 1) la injusticia social, económica y simbólica, con sus respectivas inclusiones; 2) la corrupción; y 3) la polarización, que, insisto, es el más urgente de atender, porque se ha convertido en una especie de cortina de humo para los dos primeros, y con los que mantienen el circo en función, para que sigamos “entretenidos”, redes sociales mediante. Mucho circo y poco pan.

No quiero subestimar flagelos que nos azotan de manera inclemente como la inseguridad o la violencia de los grupos al margen de la ley (guerrillas, paras y delincuencia, organizada o no), que son terribles, pero mi hipótesis es que, si bien nos desangran y nos generan muchos dolor, se van a perpetuar mientras los problemas citados, y en especial la injusticia, se ahonde y no exista voluntad para solucionarla y ni siquiera para aceptarla.  

Hay causas objetivas, materiales y simbólicas, mucho más profundas, cuya existencia imposibilita superar nuestra polarización. No soy pro comunista, porque, entre otras razones, me parece una ideología que va contra la condición humana. Las desigualdades económicas y, si se quiere, sociales, son funcionales a un país solo cuando no atentan contra la estabilidad social. Pero las nuestras, han y seguirán generando estallidos cada vez más cíclicos.

Si los más privilegiados se venden mentiras personales, es sano que no se vendan mentiras sociales, porque con plomo solo profundizan y alargan el problema. Aquí hay una distribución de la riqueza y de los recursos simbólicos, que, digámoslo claro, es excluyente y humillante.

 
En el libro La sociedad decente, el filósofo israelí Avishai Margalit, hace una distinción interesante entre la sociedad democrática y la decente. Plantea que mientras que en la primera los ciudadanos respetan a las instituciones, en la segunda, además de lo anterior, se procura que las instituciones no sean humillantes para sus ciudadanos; que si se habla, por ejemplo, de meritocracia, sea un aliciente y no una burla, que se sintetiza en expresiones como “lo malo de la rosca es no estar en ella”, vista por la mayoría como algo normal, cuando no es que se promueve o acolita.

Desde esta perspectiva, estamos lejos de ser una auténtica democracia y no tenemos ni asomos de ser una sociedad decente. Al contrario, la humillación es cada vez mayor, como lo sustenta, en un ámbito global, la postdoctora en matemáticas estadounidense Cathy O’Neil en su último libro The Shame Machine: Who Profits in the New Age of Humiliation. (La máquina de la vergüenza: ¿quién se beneficia de la nueva era de la humillación?)

Injusticia económica –social y simbólica, agrego– y respeto y desconfianza en las instituciones es lo que sobra aquí y que nos tiene en este deshonroso lugar de la polarización mundial. Con el agravante de que no es lo mismo inequidad con pobreza monetaria que con riqueza, como en EE.UU. Aquí el cóctel tiene ambas: inequidad y pobreza.

No me detendré en las causas económicas, porque la concentración de la riqueza es tan evidente, que nadie en sano juicio se atrevería a controvertirlas. Esto, no obstante, tiene una dimensión simbólica. No contentos con esas diferencias, nos encargamos de remarcarlas en las redes sociales, como quien echa sal a una herida, que es parte de la hipótesis de O’neil, Lo que ella en sus conferencias llama la “economía de la vergüenza” es la promoción de estilos de vida cada vez más excluyentes –que es diferente a exclusivos– para que la gente consuma desenfrenadamente, sin saciarse nunca; al contrario, cada vez terminan más insatisfechos y más vergonzantemente “pobres”, así económicamente no estén tan mal.  

Las simbólicas generan heridas hondas que difícilmente cicatrizan, porque las asimetrías las exclusiones y las violencias no parece tan evidentes y por eso es tan difícil de demostrar como tales y combatirlas. Aparte de la promoción de estilos de vida harto excluyentes, voy a citar dos ejemplos de este tipo de causas.

Los dirigentes canallas, entre ellos algunos exministros de Hacienda, que, sin sonrojarse, dicen que “el salario mínimo en Colombia es exageradamente alto”. Es entendible que para muchas mipymes es un gasto un costo relevante, pero eso es muy diferente a que para alto. Los que piensan esto, ¿habrán vivido alguna vez con el mínimo y experimentado la pérdida de capacidad económica de nuestra moneda?

La segunda es también violencia pura y dura, que no implica solo dogmatismo y polarización, sino exclusión. Un botón para la muestra. Juan David Escobar, un profesor de una reconocida universidad de Antioquia, escribió hace poco en el periódico El Colombiano una columna titulada Si un hijo le sale petrista, fracasó como padre. Lo preocupante no es solo lo que piensa este troglodita, que no respeta las diferencias democráticas, sino tanta gente que piensa como él, a menos que se crea que ser petrista no es ser democrático, pero uribista, por ejemplo, sí.

De lo preocupante, pasamos a lo grave. Lo grave es que ni siquiera se necesita ser petrista para ser excluido empresarial, social y hasta académicamente. Basta con ser antiuribista o antifiquista, por ejemplo, para que te excluyan, satanicen y hasta macarticen, lo cual ha sido causa de muerte de muchos inocentes en este país.


Un silogismo elemental, que efectivamente hacen y los guía: si es petrista, piensa mal, luego, es peligroso y por ende no se le puede ni se le debe dar trabajo ni espacio en ciertos círculos sociales.  

En la izquierda, hay personas que piensan como al profesor Escobar, pero con ideología contraria: creen que los uribistas no piensan. En suman: piensan igual, el color no importa, porque o se es blanco o se es negro, por más que hablen de democracia. Mientras tanto, nosotros los que no tenemos pena de declararnos de centro y de ser etiquetados como ninis, padecemos la exclusión de uno y otro lado.  Así es como estas causas, inicialmente subjetivas o simbólicas, terminan siendo tan objetivas como la pobreza y la inequidad reinantes. Sigamos “entretenidos” con la polarización, que, les garantizo, que así como “los pobres son pobres porque quieren” siempre habrá petros, quinteros, uribes y ficos para echarles la culpa de todos nuestros males. Ah, y profesores, maleducados y maleducadores, como Escobar, para atizar el fuego.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/pablo-munera/

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