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Esta semana me ha costado contenerme. He centrado mi atención en lo que he hecho o sentido a pesar de mi esfuerzo por evitarlo: la tristeza profunda en una situación que creí que debía dar rabia, el llanto en mi espacio de trabajo, la ansiedad materializada en escenarios catastróficos, el miedo profundo de perder amistades y la duda sobre lo que soy.

Mientras lo escribo se hace evidente que no es más que un autosabotaje, que las cosas simplemente pasan y que nada de lo que refiero en el párrafo anterior puedo controlarlo más allá de la forma en la que decido ver las situaciones. Esa parte final fue mi principal enseñanza al inicio de este año gracias a la lectura o relectura de los estoicos. Además, va en consonancia con lo que hace poco escribí que quería lograr: meditar y soltar, desprenderme y entregarme a mí y a otros.

Ese afán de contención que he sentido esta semana no es más que el miedo por enfrentar realidades: que la imagen de la gente que queremos puede cambiar con sus acciones, que la vida no siempre resulta como esperamos, que nuestras decisiones —así no sean definitivas— le van dando forma al camino, y que el camino no es más que la idea de hacia dónde vamos. Pero esa idea es solo eso: el anhelo imaginario de tener un plan trazado.

Yo no creo en un dios creador que predetermina mis planes. Creo en lo trascendente que se encuentra en uno, en todos y en la unidad; y es en esa unidad que se consolida la posibilidad de relacionarnos con otros.

Esta semana me ha costado escribir estas líneas. He querido escribir sobre la contención y sobre la necesidad de omitir lo que nos ahoga en silencio. Esta semana, mientras no escribía, he agradecido por quienes permanecen a nuestro lado. He agradecido por poder compartir, en la mayor intimidad, lo que nos agobia.

Esta semana me ha costado escribir. Y me ha costado porque hasta ahora no he querido reconocer que lo que escribía sobre equivocarse y volver a empezar hace unas semanas, aplica también a la forma en la que vemos a otros: nuestras relaciones con nuestro entorno (que es finalmente nuestra relación con el otro y el reflejo propio) tampoco implican un deber de coherencia. Al otro, que puede ser nuestro amado, podemos dejar de verlo a través del amor incondicional y empezar a verlo con la crudeza de perder, de dejar ir y desprendernos de lo que nos hace estar en pausa.

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