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Mari Levis Sánchez se sacude las manos, se agacha para tomar las pesas, las carga en sus hombros, las sube, se mueve un poco, estabiliza y sostiene, y cuando uno la ve sosteniendo los 145 kilogramos ya no está respirando, no se puede respirar en ese momento en el que uno está contando con ella los segundos hasta que descarga las pesas y ve su cara con lágrimas y uno se contagia: se siente en el cuerpo, los pelos de punta, la lágrima en el ojo, qué es esta alegría tan grande.
Mari Levis, 32 años, 1.59 metros, de Turbo, sin experiencia olímpica, sin estar en las cuentas de nadie, subió once kilos más su mejor marca, lo que no había intentado ni siquiera en entrenamientos, y levantó esa barra con la vida, toda: empezó adolescente, primero en la lucha porque no quería verse “hombruda”, pero nada qué hacer, lo suyo eran las pesas, y aunque se retiró un tiempo porque le gustaba la fiesta, se fue a Medellín y entrenó y regresó a los entrenamientos, y casi se vuelve a retirar cuando nació su hijo Ismael pues le preocupaba no tener tiempo para él y le pareció que era buena idea volverse cocinera, pero sus entrenadores la convencieron de seguir, y ella entrenó y llegó a París y confió en ella y no pensó en esas ocasiones en que el miedo la hacía temblar, ni en las lesiones que tuvo ni en los sacrificios para llegar hasta ahí porque Mari Levis sabía que había entrenado la mente y el cuerpo y que podía, que cuando se acostaba y cerraba los ojos veía la medalla, y se concentró en los movimientos que debía hacer y ni siquiera vio cuánto iba a levantar, y ahí estaba, con todo su cuerpo, cargando una plata y un país.
Yeison López se recuesta en la pared y llora, llora con todo lo que hay en su cuerpo: minutos antes lo vimos agacharse, levantar las pesas, llevarlas a los hombros, acomodar las manos, levantar la barra, moverse, sostener, soltar con fuerza y celebrar con la mano y la boca. Luego lo vimos llorar y lloramos con él.
Porque la vida fue esto: un niño de once años con un par de botas pantaneras, un pantalón rojo y una camisa se fue, desplazado por la violencia, de Istmina, Chocó, en compañía de su papá y su hermano; después del trabajo no pudieron volver a casa y les tocó caminar hasta Cali a la casa de la tía, donde vendió dulces en las calles para ayudar con los gastos, y donde a los 13 años se dejó guiar por su primo Wílmer que estaba en las pesas y para las que tenía talento, o eso también lo dijeron los cuatro títulos mundiales como juvenil y que lo catalogaran como el joven más fuerte del mundo en Olímpic Channel, y todo iba muy bien hasta 2017 cuando el dopaje, del que él se defiende, paró todo y hasta pensó en la muerte, pero se levantó y después de pagar una multa regresó con toda y con paciencia, pues si bien no alcanzó un cupo a Tokio 2021 y hubo varias lesiones que lo hicieron comenzar tarde el ciclo olímpico, llegó a París con un récord mundial en Tailandia hace dos meses, y aun así tranquilo, con la mente y el cuerpo fuerte, tanto que aunque perdió el primer movimiento, Yeison López, 24 años, Gokú, el viernes cargó una plata y un país.
Ángel Barajas se mueve en la barra con precisión, y uno solo puede seguirlo moviendo la cabeza como un gato hasta que aterriza en los dos pies: fueputa, Ángel, si eso no es la felicidad, qué es que vos, con 17 años y 358 días, te colgués la de plata por primera vez para Colombia en la gimnasia artística y seas el atleta sudamericano y colombiano más joven en ganar una medalla olímpica.
Wow, woww, si todo empezó cuatro años después de que ese niño naciera en Cúcuta en 2006, cuando su mamá Angélica lo veía dando volteretas en la casa, se tiraba del clóset a la cama porque era lo que veía en LazyTown y él quería ser Sportacus, y aunque se retiró del gimnasio porque allá solo había niñas, regresó a los 13 años con el apoyo de su mamá y de su hermano que trabajaban para hacerlo posible, y se topó con el entrenador Jairo Ruiz que lo ha acompañado, que incluso le pagó los pasajes si no faltaba a los entrenamientos, y Ángel llegó puntual siempre, y en 2023 se llevó cuatro medallas en el Mundial de Turquía y en 2024 entró a la categoría a mayores, fue a las copas del mundo, fue el mejor en barras paralelas en las cuatro competencias, consiguió el tiquete a París, nadie contó con su medalla y él, moviéndose con precisión, concentrado, sereno, con el mismo puntaje del primero, se colgó esa plata y este país.
Sus historias se han repetido esta semana en un loop, y no deberíamos cansarnos de leerlas, para que no se nos olvide que su camino, llegar hasta allá, ha sido sinuoso: es el esfuerzo, la dedicación, el apoyo de entrenadores, familia y amigos, el no renunciar, el creer, el entrenar la mente y el cuerpo, el dedicar su vida y darlo todo por el deporte. Por un sueño que empieza suyo, pero es de todos.
Porque sus medallas, y los diplomas y los récords y el llegar hasta París del resto de deportistas y de incluso los que se quedaron en casa y siguen entrenando y creyendo, lo que deben decirnos es que vale la pena invertir en el deporte, que en el país hay mucho talento, pero ese talento necesita recursos.
Treinta y cinco medallas en la historia de los Olímpicos no parecen muchas en comparación con otros países, pero son muchísimas cuando el apoyo no es tanto.
Hay apoyo, sí, tal vez, depende, a veces, pero no es suficiente: se necesita más.
Esas medallas se han conseguido por deportistas que dan todo, no importa si les toca hacer rifas, entrenar en pistas inventadas, irse del país. Cuántas medallas tendríamos si se invirtiera más.
Cuántos deportistas tendríamos si se invirtiera más.
Porque las medallas nos hacen sentir orgullosos y nos dan felicidad como país, pero detrás está lo importante: se trata de invertir en la gente, de cambiarles la vida a muchos colombianos, de abrir las oportunidades para que el talento encuentre el camino.
Cuántos niños alejaríamos de la guerra con el deporte. Por decir algo.
Estos días hemos celebrado con los deportistas, pero nos falta escucharlos más, hacer eco de sus palabras tras las alegrías: piden más apoyo.
Solo que parece que a nosotros –como sociedad– nos basta, y hasta nos regocijamos con ello, que ahora por fin vayan a tener dinero y apoyo –porque ahora sí que aparecen los gobernantes– para tener una casa propia.
La casa deberían tenerla hace tiempo.
El apoyo, una buena inversión, también.
Y en cambio la noticia que nos dieron, justo para celebrar, es que el Ministerio del Deporte tendrá menos presupuesto para 2025. No es nuevo: de Deporte y Cultura usualmente es donde primero o más recortan. Porque todavía no se ha entendido el impacto social.
Parece que no bastan las historias de los deportistas que nos gritan que vale la pena, que miren todo lo que han vivido y que son capaces y que son unos tesos. Nos callan la boca, celebramos con ellos, los abrazamos, gritamos, les prometen casas, pero los recursos, muy bien gracias. Hasta los próximos Olímpicos que nos volvemos a acordar.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/monica-quintero/