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Entre agosto y diciembre de 2021, unos cinco mil colombianos se reunieron a conversar en cientos de sesiones y un par de miles de horas, sobre lo que querían para el futuro de nuestro país. Este proceso lento y concienzudo de diálogo fue dirigido por la iniciativa Tenemos que hablar Colombia. En abril de 2022, luego de analizar cientos de miles de palabras de la enorme base de datos que produjeron las conversaciones, la iniciativa le presentó al país seis hallazgos y seis mandatos que delimitaban las esperanzas, miedos, ideales y preocupaciones de los conversadores. Una de las conclusiones era contundente por su sencillez: los colombianos querían cambio. Era de lo que más habían hablado, un poco más del 60% de las conversaciones giraron sobre esa palabra.
Había algo de obviedad en este resultado. Acabábamos de salir de un largo y complejo periodo de movilizaciones sociales y violencia, y entrábamos en una elección presidencial en la que eventualmente dos candidatos generalmente asociados con cambio del establecimiento político pasaron a primera vuelta. Luego, el que hacía de la transformación su bandera más evidente, ganó la presidencia. Para nadie, ni a finales de 2021, ni durante 2022, la idea de que los colombianos quisieran cambio resultaba sorprendente.
Pero había algo más en los resultados de Tenemos que hablar Colombia. Un matiz que podía estar a un mundo de distancia de la simple lectura sobre la expectativa de cambio. El análisis de las conversaciones y de las respuestas sobre qué querían cambiar los colombianos mostraba que la naturaleza de esos cambios era, en el mayor de los casos, la prudencia, el ajuste incremental, el ya trillado “construir sobre lo construido”. Las personas querían cambio, pero pasito. Cambio, pero enmarado en las reglas de juego institucionales, como la Constitución. Cambio, pero en el marco de un ritmo y unos objetivos que no solo lo hicieran viable y sostenible, sino que redujera el riesgo de que algo se saliera de control. El concepto y el sentimiento sobre el cambio era (y creo que es todavía un poco) innegablemente poderoso, pero la naturaleza de ese cambio es mucho más compleja que un simple “borrón y cuenta nueva”.
El proceso de Tenemos que hablar Colombia se inspiró y trabajó en conjunto a su predecesor, Tenemos que hablar de Chile. Una iniciativa también liderada por universidades que en 2020 puso a miles de chilenos a conversar. Las circunstancias eran similares: manifestaciones callejeras, discusiones políticas polarizadas y decisiones electorales cercanas. Los resultados de Chile son diferentes en muchos sentidos a los de Colombia, pero coinciden en el afán de cambio. En ese país se vinculó además a la petición del proceso de cambio constitucional, un mandato que incluso fue referenciado en el Tenemos que hablar antes que en las urnas. Los posteriores problemas del proceso constituyente pueden verse desde una lente similar a esta pregunta por los matices de los quereres ciudadanos. Un mandato de cambio no es necesariamente carta blanca, e incluso puede suponer niveles de urgencia disímiles entre políticos y personas y, sobre todo, tiene implicaciones sobre la tolerancia y deseo de riesgo. Puede ser una cuestión de modo y magnitud, pero en casi todas las decisiones políticas es ahí dónde se presentan los problemas. No era cambio brusco, dirían los chilenos que apoyaron la constituyente y luego votaron negativo la propuesta de constitución. Hace año y medio, en esas tres mil horas de conversación, los colombianos pidieron un cambio con características similares.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/santiago-silva/