Hace unos años hice un pastel de manzana. La cocina olía a canela y a caramelo. Tomé una foto y la publiqué: “Feministas, no saben de lo que se pierden”. Un tiempo después la borré. Cómo no iba a hacerlo, era la prueba reina de mi delito: no siempre fui feminista. Eliminar la publicación fue una forma de protegerme. Las “audiencias” son implacables y los personajes frágiles. La policía del pensamiento está todo el tiempo acechando, buscando las grietas que amenazan con derrumbar nuestras posturas.
En su libro, Feminista por accidente, Salomé Gómez-Upegui manifiesta a viva voz lo que yo me apuré a esconder. Escucharla y leerla fue una manera de reconciliarme con los cambios de opinión. Cuando ví el título de su libro pensé en lo irresponsable que era afirmar que ser feminista es un accidente y protesté contra mi tribunal interior: ¿Cómo una “feminista” puede estar tranquila diciéndolo? Miré con desconfianza los ensayos que componen el libro y me hice una imagen de Salomé con la información de la solapa. Mientras lo hacía era consciente de los prejuicios que operaban en mí y trataba de alejarlos: ¿Qué clase de feminista soy si creo que usar rosado en la tapa de un libro no es feminista? ¿si creo que cualquier cosa que diga una mujer que no haya ido, como yo, a la universidad pública y que no se haya divorciado, como yo, debe ser tratada con condescendencia? Sería la clase de feminista que juré que nunca iba a ser.
Llegué a la presentación del libro con todas esas preguntas a cuestas. Preguntas que eran para mí, no para Salomé, pero que ella con calidez y desparpajo me respondió. En un gesto valiente, como lo es escribir, ella confiesa todo lo que yo me he empeñado en disimular y lo hace con un objetivo noble: hablarles a quienes, como ella (como yo, como muchas), tuvieron miedo de acercarse a un mundo donde la incomodidad es la norma; y la rabia, la emoción predominante. Tal vez porque para mí ya es imposible no sentir la estrechez de vivir en una sociedad hecha a la medida del privilegio masculino, y porque la rabia parece haber quemado los puentes que me conectaban con el pasado en el que lo ignoraba todo, es que celebro las palabras de Salomé. Hablar con su “yo del pasado” y hacerlo en público, me da pistas para reconstruir esos puentes y para encontrarme con las personas que se paran en otras orillas.
En mi trabajo abogo por los derechos de las mujeres y he encontrado fórmulas para lograr que las desigualdades que nos oprimen sean visibles para personas que miran el mundo con ojos muy diferentes a los míos. Los argumentos técnicos, los datos y la autoridad del lenguaje jurídico son llaves que abren muchos cerrojos en lo profesional. Pero cuando se trata de hablar con mi familia, con mis amigos y con los hombres que he querido, se me pierde el llavero. La frustración de saberme hija, hermana, prima o sobrina de personas que, desde sus prejuicios, descalifican mis luchas ha hecho que opte por no tocar más el tema. ¿Qué clase de feminista se olvida de que lo personal es político y se atreve a sacar del menú la discusión que considera fundamental? Una que quiere almorzar en paz con su familia.
Los derechos no se discuten. No hay justificación para considerar que las mujeres tenemos que habitar el mundo como si no nos perteneciera. Eso es innegociable. ¿Cómo iluminar la conversación? Mostrando cuál es el recorrido de la consciencia. Salomé lo hace en un libro que no es teoría feminista, sino práctica política de sobremesa. Una lectura para antojarse de otras, la excusa para tener un diálogo sincero sobre la necesidad del feminismo, y cómo tramitar los cambios que ha traído consigo con las personas que aún no se han dado cuenta de su importancia.