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Más de cien vidas llevaba ya. Pasó por Egipto, la Sierra Nevada, Cartago, Alemania Occidental, Yugoslavia y otros pueblos de los que ya nadie habla. Como en las universidades, repitió algunas vidas. A veces por reprobar y otras veces por guerras o asesinatos. La habían matado. Murió por espadas, cañones, embrujos y balas. La violencia es el mayor obstáculo en esa repetición de ciclos que se llama vida. Porque la vida no es solo una. La vida es un camino con varios escalones. Todos son diferentes, pero, como los ríos, desembocan en el mismo lugar.

La vida es un puente. Comienza con el desconocimiento y culmina en la sabiduría. Ella recuerda que alguna vez, en alguno de sus ciclos, la educación buscaba identificar en qué parte del puente se encontraba el niño o la niña que llegaba. Al hacerlo, le ayudaban a identificar el objetivo, reto o aprendizaje de este episodio de su vida y se le otorgaban herramientas para que lo alcanzara. Desde pequeños se veía quién tenía habilidades para liderar, cosechar, enseñar, entre otras. Pero en otras vidas simplemente metían a niños y niñas en un salón y les enseñaban lo mismo. Eso los desorientaba y, al final, no terminaban aprendiendo nada. Salían a reproducirse, matarse y acumular dinero que, como el cuerpo, en ese ciclo se quedaba.

Llegar a la sabiduría implica entender que lo simple, lo que se dice que sabe y huele a nada, es todo. Agua. Aire. Fuego. Tierra. Solo eso necesitan quienes superan la vida. Así lo hizo ella. Cada escalón le fue enseñando y la fue llevando hacia lo que es hoy. Maestra. Después de cientos de ciclos en cuerpos de mujeres y hombres, en diferentes pueblos, culturas, contextos y riquezas, entendió que siempre fue humana. Nunca fue un objeto o un servicio de otros, como en ocasiones le hicieron creer.  Ahora logra ver que, en cada etapa, quien hablaba no era su cuerpo, no era su nombre. Quien siempre habló y escribió fue su espíritu enriquecido tras varias etapas. Sus cuerpos, diversos todos, regresaron a la tierra, mientras que su espíritu la acompañó en cada uno y la sigue acompañando. Entendió el origen del instinto.

La sabiduría no es un lugar ostentoso, brillante, lleno de lujos y comida. Es valorar el contenido original de la vida. Agua, Aire, Fuego, Tierra y Espíritu. El Agua es alimento suficiente, la sangre de la vida. El Aire es viento, es mensaje y limpieza. El Fuego, enviado por el Sol, es energía. La Tierra es origen y final. Espíritu es esencia, es mapa y originalidad. Nada más es necesario en ese lugar. Ella nos enseña que con lo simple se alcanza la inmensidad.

La Araucaria, con sus ramas, es la sabiduría. Ella es una maestra silenciosa que nos ve pasar. No es casualidad que los árboles nos den papel y nos permitan escribir. Nos han ayudado a trasmitir ideas, historias y conocimientos por medio de sus hojas y madera. Pero también son quienes nos han dado sombra y techo para contar historias y enseñanzas en días soleados o noches oscuras. Sin darnos cuenta, nos acompañan y aconsejan. Imagen ser un hábitat con el propio cuerpo.           

Pero la violencia también interrumpe la sabiduría. La Araucaria, el Pino, el Pisquín, el Eugenio, el Carbonero, maestros en diferentes formas, han sido masacrados. Fuego se ha utilizado para robarles su energía; oscurecerlos y, con ellos, a la vida. Los han talado y sus cuerpos desechado sin pudor ni respeto. A veces dejan la raíz, como quien corta una cabeza. Al talar los árboles destruimos la vida. Los espíritus que los habitan se pierden y nos quedamos sin guía. Talar un árbol es destruir no un ciclo, sino toda una vida. Por eso, al sembrarlos le abrimos campo a la sabiduría y, de paso, nos aseguramos un lugar en el camino y en el final. Porque nuestro mundo sin árboles se acabaría.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/martin-posada/

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