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Este fin de semana fui a Boyacá y comí gallina. No sabía en qué consistía un plato de gallina, en mi mente lo único que se me ocurrió fue el tradicional pero celosamente reservado sancocho de gallina criolla que sirven en algunos municipios antioqueños. Nada más lejano que eso. Sirvieron en la mesa una gallina asada entera y descuartizada, con huevos cristalizados de todos los tamaños, acompañada de su caldo, un par de calados, papa y arepa boyacense. Me encantó. Mis anfitriones se impresionaron con mi sorpresa: “no creíamos que no conociera la gallina, pensamos que en todo Colombia se comía algo tan elemental como se hace acá”. No en mi Colombia, pensé. Hay mucha Colombia qué conocer, me recordé.
En estos meses viviendo en Bogotá ha sido recurrente la pregunta por Colombia y sus identidades. La diversidad que ofrece la capital es una viva pero representativa muestra de la inmensidad del país. Es palpable en las gentes que la habitan, en la diversa gastronomía presente, en el caos propio de una ciudad grande y multicultural. También, como es normal, me ha hecho ser consciente de mi propia diversidad, de mi propia particularidad en la extensa gama de colores que compone nuestro país. Dice la teoría antropológica que la identidad se establece con el contacto con el otro diferente.
¿Cómo ser una nación con tantas naciones internas? Quizás siendo una nación de naciones, un relato diverso por valorar y apreciar. Como buen paisa me enseñaron tácitamente a amar más a Antioquia sobre Colombia. El paisa puede ser cosmopolita, pero no colombiano. Ese relato monocromático, endogámico y avasallador de nuestra identidad nos ha cegado a la belleza que componen estos tres colores. Nos ha encerrado en las montañas cognitivas que nos impiden reconocer valor en el otro para aprender, para apreciar, para contemplar y sentir como nuestra esa diversidad que, como Colombianos, también nos pertenece. ¿será que las montañas reales han creado las montañas cognitivas que nos ha encerrado?
La ficción de los estados/nación está convirtiéndose en obsoleta porque las identidades globales están siendo más efectivas al momento de conectar con la gente. Esto está pasando sin que Colombia, ni siquiera, haya logrado consolidar un relato nacional que logre asumir los problemas y las riquezas de todos los territorios como propias. Estamos asistiendo a una deslocalización global sin pasar por la piel la belleza -y los desafíos- locales. Que Medellín esté más conectada con Miami o Madrid que con Popayán o Yopal es muestra que las montañas reales no son el problema.
Estos meses he vivido la belleza de Colombia como nunca la había vivido. Sentir la gran responsabilidad de contribuir a su cuidado y a su crecimiento, apreciar sus bellos y disímiles paisajes, dejarse acariciar por la diversidad de sus climas y sus gentes, aprender del otro y de los otros, reconocerse como uno más en medio de tanta grandeza ha sido un regalo estos últimos meses. También me ha dejado una tarea: aprender a querer a Colombia y desaprender los malos vicios que el ciego amor por nuestras tierras antioqueñas nos ha enseñado.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/mateo-grisales/