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Yo también creo que en la vida debemos aprender a despedirnos. Es una parte intrínseca de nuestra existencia. Desafortunadamente, no todas las personas a las que nos habituamos, a las que aprendemos a querer, permanecen en nuestras vidas hasta el final. Y no es solo una. Ni dos. Son muchas, especialmente si la vida se atreve a ser larga. Son innumerables los abrazos apretados y lágrimas. Sean anticipadas o desencadenadas por el momento. Se aprende, quisiera pensar, no a minimizar el dolor, sino a atesorar más esos momentos. A mezclar el sufrimiento con gratitud. A cerrar esos capítulos con al menos una risa, con un último chiste, en lugar de un profundo dolor.
Todos tenemos nuestras formas de lidiar con la angustia de las despedidas. Algunos optan por un distanciamiento anticipado, dándose un tiempo para amortiguar el impacto de esos momentos cruciales: cambios de trabajo, mudanzas, graduaciones. Otros, los románticos (mis favoritos), eligen vivir intensamente esos finales. Son quienes más aman, más comparten, más abrazan en los últimos momentos. Quienes lloran en los aeropuertos. Quienes permiten que su corazón se sacuda intensamente por un tiempo. También están los que cierran ciclos según sus propias reglas: una carta de despedida, un último paseo, una cena final. Pero no porta las costumbres del corazón para despedir, siempre se nos obliga enfrentar ese último instante inverosímil. Invisible para los optimistas que juran que los buenos momentos se extienden para siempre. Que las noches de buena música, algunos tragos, y conversaciones fundamentales prohíben el alba. Esos instantes dónde se para de pensar sobre la vida y nos someten a vivirla en sus dolorosos abrazos.
El dolor de estos finales no siempre se relaciona con despedidas definitivas. No significa que nunca volveremos a ver a ese amigo, hermano o compañero de vida. El verdadero sufrimiento radica en saber que, cuando nos reencontremos, ya no seremos los mismos. Evolucionamos constantemente. Usted, querido lector, sabe a qué me refiero. Probablemente, tiene poco en común con la persona que era hace cinco años. Es más sencillo conectar con otra persona que con las distintas versiones de nosotros mismos repartidas a lo largo de nuestra vida. Prefiero pensar que lo que realmente duele no es decir adiós, sino la certeza de que nunca volveremos a interactuar siendo quienes somos en este preciso momento.
Aunque quizás, si te soy sincero querido lector, pienso así porque esa es la situación con la que yo tengo que enfrentarme hoy. Porque también mi inmediatismo –del que muchas veces somos víctimas todos–, y estas mismas palabras son solo un pequeño intento y esfuerzo para consolar mi corazón de la horrible despedida inminente de los amigos de una época que se decidió acabar. Porque yo confronto ya, que la próxima vez que me abrace con ellos, serán distintos. Ya no conoceré sus rutinas, ni las personas que los rodean, ni sus costumbres, ni siquiera, quizás, sabré cuál es su libro favorito o cuál es la música que escucha. Porque perderemos ese entendimiento que regala la regularidad.
Pero está bien. Quizás eso es lo que nos enseña aprender a despedir: que es parte de la vida. Que nunca será de otra manera. Y que si la despedida decide suceder es porque las cosas deben ser así. Cómo diría Kundera, “Muss es sein? Es muss sein!” (¿tiene que ser? ¡tiene que ser!). Poco a poco iré convirtiendo, como es el proceso orgánico de nuestros recuerdos, convirtiendo este dolor de hoy en la nostalgia de mañana. Y aprenderé un poquito más a despedir.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-felipe-gaviria/