No inició bien esta semana para los paisas. Grafitis y banderas del ELN en distintas veredas de El Retiro, un Municipio al lado de Medellín, constituye una muestra del poderío y capacidad de penetración de los terroristas en el territorio, y de la fragilidad en la que nos encontramos los ciudadanos. Este acontecimiento, junto al avance del Clan del Golfo y de disidencias de FARC en otras regiones del departamento, tiene que movernos a reflexionar sobre las dimensiones de la coyuntura que vivimos, y si acaso Antioquia puede convertirse en otro Catatumbo. Parecería una analogía prematura, pero lo cierto es que enfrentamos una amenaza que compromete nuestra estabilidad y desarrollo.
Los hechos son preocupantes. El Clan del Golfo, disidencias de FARC y el ELN han extendido su influencia desde el Bajo Cauca hasta el Urabá. Sólo el año pasado se registraron 11 masacres en Antioquia, y datos de distintas ONGs muestran un aumento del 15% en homicidios y otros delitos, concentrados en áreas de disputa entre las estructuras mafiosas. Así mismo, siguen en aumento las boyantes economías del narcotráfico, la minería ilegal y la extorsión, caldo de cultivo perfecto para que se desaten las distintas violencias. Puede tratarse sólo de una cuestión de tiempo.
El costo para la región, que aporta el 15% del PIB nacional, es elevado, y lo pagamos todos. La inseguridad en zonas rurales incrementa los precios operativos de empresarios y comerciantes. La producción agroindustrial viene siendo especialmente golpeada por los coletazos de la confrontación, todo lo cual tira al traste la recuperación que intentamos desde la postpandemia. Para los paisas tiene que ser inadmisible que una región tan vital como la nuestra se vea menoscabada por una política del gobierno central destinada sólo a la impunidad frente al narcoterrorismo y a facilitar su crecimiento y su capacidad de fuego.
A todas luces, la directriz oficial del presidente Petro frente a los problemas de Antioquia es la desidia y la maledicencia. La corrupción de su gobierno y la politización de la seguridad agravan la crisis, erosionando aún más la confianza en instituciones que, aunque no han colapsado como en el Catatumbo, muestran signos de corrosión. El riesgo que tenemos ante nuestros ojos es muy claro: sin intervención decisiva, el vacío de autoridad seguirá dando lugar a la consolidación de poderes fácticos en las subregiones, sostenidos en las armas de los criminales, que se convierten en jueces, amos y señores de la vida y de la libertad de cientos de miles de familias. Ante un escenario de esta naturaleza la respuesta debe ser la acción, no la demagogia ni la resignación.
La soberanía y la institucionalidad del departamento están en juego. Estas montañas no pueden convertirse en tierra de nadie. Es imperativo que las autoridades asuman su responsabilidad con una estrategia que priorice la seguridad y ofrezca oportunidades a las comunidades vulnerables. La experiencia del Catatumbo tiene que aleccionarnos sobre el posible destino de Antioquia si continúa el repliegue del aparato militar y la incapacidad para el acompañamiento social en los territorios.
Antioquia demanda liderazgo, no complacencia ante los delincuentes. Independientemente de las orillas políticas, la clase dirigente del departamento debe articular un frente común que traiga orden, seguridad y progreso. La pregunta sobre nuestro futuro no es un vaticinio, pero sí una advertencia. Todavía tenemos tiempo para actuar, aunque la ventana se estrecha. Permitir que Antioquia siga el rumbo del Catatumbo es una traición a nuestro legado de libertad y resistencia. La historia no perdonará el silencio ni la indiferencia.
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