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Cuando era niña me aterraba estar lejos de mis padres. Nunca me sentí segura ni en la casa de mis abuelos. Me decían que se llamaba mamitis, papitis. Una forma aguda tóxica de extrañar a papá y mamá. Le tenía pavor a una pijamada donde alguna amiga o a que me invitaran a una finca, especialmente porque no era fácil aceptar que la verdadera razón por la que rechazaba las invitaciones era por esto. Me avergonzaba muchísimo. En ese entonces no sabía que podía hacer algo para sentirme mejor.
Hoy tengo treinta y cuatro años y me da todavía: se llama ansiedad social. Me cuesta cumplir compromisos, incluso si los planeé yo. Me encanta estar con gente, pero la gente me estresa. Me gusta conversar y socializar, pero hay un punto en en el que siento una desconexión profunda y me invaden las ganas de irme y de estar sola en mi casa. Y llega también algo parecido al arrepentimiento: “no debí ir a ese lugar”. Es espantoso. Lo describe Emmanuel Carrère en un libro que tiene sobre su ingreso a un hospital psiquiátrico como un horror inefable. Es que sentirse perdido dentro de uno mismo con un temor absurdo a lo que puede pasar no tiene otra manera de explicarse.
Los eventos programados con mucho tiempo de anticipación me generan ansiedad, comienzo a pensar en los pros y los contras de asistir. “¿Y si mejor me quedo? A nadie le va a importar si yo no voy, el plan no va a cambiar porque yo no esté”. Este tipo de pensamientos e inquietudes se apoderan de mí y tengo que hacer un esfuerzo enorme y valerme de todas las herramientas que he aprendido en la psicoterapia para: 1. Dejarlos pasar y que poco a poco pierdan fuerza, pues resistirme a ellos sólo los empeora. 2. No renunciar a los planes, es decir, cumplir con lo que me prometí y no cancelar. Porque el reproche que viene después de no haber ido puede ser tan perjudicial como la misma ansiedad.
Por supuesto mi salud mental siempre es la prioridad, y cuando esta sensación es demasiado sofocante, tengo que decir “no voy, no puedo”. Sin embargo, parte de del remedio que me genera bienestar es también cumplirme, obligarme a ir aun con miedo. Pero no es fácil. Muchas personas creen que es una falta de compromiso o una especie de indiferencia por lo pactado. Explicarlo es díficil porque suena a excusa: “Mira es que yo sufro de algo llamado ansiedad social, de verdad se me dificulta, es paralizante, me dan ganas de llorar, me hiperventilo, me mareo. No me siento bien. Si quiero ir, pero no soy capaz, tengo miedo de lo que pueda ocurrir, me agobia la falta de control”. Sólo quienes padecemos esto comprendemos lo terrible que es y la dualidad pavorosa que implica renunciar a algo o hacerlo en medio de una crisis. Y sí, toca mentir, inventar excusas.
La ansiedad social funciona de manera extraña. En mi caso no siempre está activa. Puedo pasar meses sin sentirla y, de repente, algo la dispara. Hay un montón de cosas que me emocionan y me dan ganas de hacer, pero en algún momento aparecen las dudas, el miedo, la angustia, lo que llamo el vacío existencial que me hace replantearme si es necesario ir a un lugar, hacer ese viaje, almorzar con una amiga que no veo hace tiempo, asistir a ese concierto. Me vuelvo ovillo, como si adentro existiera otro ser vivo que me acecha y está a punto de clavarme sus garras para salir. Huir de uno mismo es imposible, por eso el único camino es conociéndose.
Escribo sobre esto no para generar compasión o lástima. Sino para evidenciar un síndrome (no sé si ese sea el término clínico) que afecta a muchos y disminuye la calidad de vida, pero que es tratable. Por mi parte, ir al psicólogo y aprender de mindfulness ha sido esencial para disminuir y controlar los síntomas de la ansiedad que aparecen de manera espontánea y llegan a invadirlo todo, a generar una avalancha de emociones que me impiden realizar mis actividades cotidianas de forma tranquila. La ansiedad social se parece a un volcán dormido. Puede permanecer años tranquilo, sin actividad y, de un momento a otro, erupcionar, y si no hay un autoconocimiento intenso, si no se dispone de las herramientas psicológicas y de los recursos emocionales necesarios, causar estragos.
Escribo sobre esto porque la salud mental continúa siendo o un tabú o un mito. Es un asunto del que no se habla, o se habla de manera superficial o con ignorancia. Creemos que quien va al psicólogo o busca alternativas terapeúticas está loco. Durante muchos años me sentí sola porque no tenía a quién explicarle lo que me ocurría. Mi vida habría sido diferente si hubiera tenido a alguien que, de niña, me explicara lo que me ocurría y me ayudara a transitarlo sin sentirme avergonzada o culpable por ello.
Escribo para quienes creen que nadie los va a entender o piensan que hay algo mal en ellos. Escribo para que se vuelva normal decir “Hoy estoy en una crisis de ansiedad social y no puedo cumplirte” y que la respuesta no sea “Claro que sí puedes, sólo es cuestión de actitud” o “Lo que tienes es pereza, acéptalo, no me digas mentiras. Eres muy incumplida”, o el peor de todos: “Ya sabía que esto iba a ser así contigo”. Por favor no lo hagan. Casi nunca sabemos lo que el otro está viviendo.
Escribo para que mis amigos y mi familia sepan que cuando les he faltado o he cambiado abruptamente de planes no ha sido por flojera. Y para que la próxima vez que noten que alguien duda de ir o se pone tenso en un lugar, piensen que puede estar sufriendo de esto y, en ese caso, antes de cualquier juicio o invalidación, sean empáticos y compasivos.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/amalia-uribe/