La mayoría de los seres humanos tenemos la tendencia a clasificar las cosas en buenas y malas. Absolutamente todos los asuntos —trascendentales o no— terminan siempre en uno de estos calificativos. No importa si tiene qué ver con razones éticas, morales, programáticas, científicas o superficiales, de cualquier manera, llegan las frases: Eso no es bueno, eso es malo, eso está bien, eso no está bien. Muy dickensiano. Nos mantenemos en ese vaivén, como si la vida dependiera de ello y como si el silencio oportuno, o las palabras un poco más precisas y analíticas fueran a dejarnos por fuera del combate. Me parece que esto hace falta, no emitir tantos juicios, simplemente observar las situaciones, intentar ver más allá del espectro.
Yo me mantengo en esa disyuntiva, confieso que a veces me da pereza escarbar en la profundidad de lo evidente y elijo lo práctico. En nuestro gabinete mental es mucho más fácil clasificar las cosas así. Escogemos un asunto y lo metemos en un cajoncito con la etiqueta preferida. Y así vamos llenando el cerebro con posturas radicales, juicios que nos alejan de cualquier debate amplio y serio, dictando condenas como jueces contra lo que no nos parece y dándole un trono irrefutable a lo que nos gusta. Al final todos nos justificamos: “Yo pienso así y punto”.
Y está bien, hay cosas que las asumimos como principios de vida y que no queremos negociar, pero también hay que reconocer que hay otras perspectivas y que no todo es como nos parece. Eso, por lo menos, es un paso para salirnos un poco de esa mirada maniquea que le damos a la existencia. No todo es bueno, no todo es malo. Existen otras aristas. Los discursos políticos y las religiones nos han hecho pensar que solo podemos ver dos caras de una misma moneda, pero si nos detuviéramos a mirar con calma la naturaleza, veríamos las miles de formas que existen en ella y las infinitas posibilidades que alberga.
Solemos escuchar —o decir— la frase “No nos tomemos la vida tan en serio”, lo cual es vital para uno no enloquecerse con todo lo que ocurre, pero hay momentos en los que una discusión sesuda —como dice mi papá— es fundamental para poder construir nuevas formas de abordar los asuntos que hemos dado por sentado, replantear lo establecido, darnos el permiso de sacarle provecho a esta condición humana que tenemos y que llevamos años poniendo a prueba en diferentes periodos de la historia.
Yo sí quiero creer que mañana, cuando salgamos a votar, lo haremos pensando en que Colombia tiene más que dos posibilidades. Que nuestra realidad es mucho más amplia que ideas polarizadas, ambas estáticas e inequívocas para quienes las defienden. Yo creí en una de ellas en cierto momento de mi vida. Pero he cambiado y también he ampliado la imagen del panorama, le he hecho zoom a lo obvio. Dejé de creer en una sociedad que se divide en buenos versus malos, porque aquí estamos llenos de rostros, de voces intentando contar su propia historia. Y es ahí en esos casos particulares en los que debemos trabajar para construir colectivamente, desde conversaciones que incluyan diferentes posturas, pero que comprendan las realidades plurales —y sobre todo menos privilegiadas—. Hagamos el esfuerzo de observar lo incómodo, de buscar en las diferencias radicales un consenso, o por lo menos, el acuerdo de que no siempre vamos a estar de acuerdo, pero que el mundo es mucho más grande que dos ideologías.