¡Amiga, marica, ya!

Quién iba a creer que Karol G inspiraría una de mis columnas. A mí, que soy más de villancicos romanticones que de reguetón. Pero es que esta frase es una perla:

¡Amiga, marica, ya! Solo imagínenla pronunciada con cierto tono de desespero, como quien ya está harto de que le repitan lo mismo cien veces, tal vez con una torcida de boca y un pequeño manoteo. Me resuena porque evoca un sentimiento que, de tanto en tanto, me invade ante el pesimismo aprendido, repetido y honestamente vacío  de algunas personas -que puedo ser yo – que contagia desgracias. Que tienen arrendado un apartamento en el desconsuelo, que aprendieron a escribir NO antes que su nombre y que no se sabe si hablan o lloran. 

Yo no sé si es parte de nuestra idiosincrasia eso de estarse quejando sin pausa, ante todo, con todos. Parece que al nacer nos hubieran entregado una cuenta de cobro con la que vamos a todas partes creyendo que nos deben. Un cheque al portador que rota de mano en mano. No hay con qué pagarnos todo ese saldo a favor, les tocará a  nuestros padres, al gobierno, a los empresarios, a nuestra infancia, al modelo educativo, a los políticos, a los apolíticos, a las iglesias, a los ateos, hasta a Dios, declararse en insolvencia ante la magnánima quiebra. 

Increíble la capacidad de ver problemas en todo. Frases como “poquito pero bueno”, “peor es nada”, “le faltó un centavo pal peso”, “no le pida peras al olmo”, “pida plata que es lo que no hay” ,“aquí en la lucha”, “dándole”, “bregándole”, hablan de una estructura mental basada en la escasez, donde se nos facilita más ver lo mínimo posible que lo máximo alcanzable. Donde la queja se convirtió en chiste y convive con nosotros como invitada de honor en el lenguaje común. 

Me pregunto a veces si la quejadera es un privilegio que solo unos pocos se pueden dar, pero luego pienso que, aunque algo de cierto puede haber en ello, no es menos cierto que el lamento constante no tiene estrato social, ni género, ni color.

Estamos ante una cultura en la que ser feliz es sospechoso, es impopular lo positivo, donde las buenas noticias no venden y se ridiculizan las alegrías. En la que nos acompañan más en la muerte que en la vida. Una cultura que necesita ver caras tristes para donar o contribuir, porque si no, dudamos. Donde las mesas del comedor están amenizadas con conversaciones sobre lo “jodido que está el país”, en vez de conversaciones sobre lo que cada quien puede hacer para construirlo. 

Pesan más los críticos que los creativos, es evidente, les pagan incluso más.  

Nos acostumbramos tanto a lamentarnos que nos enamoramos de hacerlo y pagamos por ello. Quien vea el mundo con otros ojos es, cuando menos, ingenuo o ignorante y tal vez un tanto aburridor.

Como resultado de eso somos un país con pocas patentes y cientos de investigaciones diagnosticando problemas. Nos invaden las sentencias de 400 páginas para “resumir” el problema y un solo párrafo donde se soluciona el pleito. Idolatramos a personajes que no le han dado un golpe a la tierra, pero hablan de corbata sobre los retos del campo y les pagan por eso,  nos maravillamos de quienes critican el sistema social y económico con palabras gandilocuentes y no han modificado ni la forma como contratan a sus empleadas domésticas. 

Tal vez es tiempo de hacer conciencia sobre la mentalidad solucionadora, ingeniosa, “hacedora” y creativa. Pocos ingenuos quedan en un país que nos ha restregado las verdades duras a través de nuestras propias vidas o en las de alguien cercano, y si hubiéramos tenido la suerte de no aprender en carne propia, nuestros medios de comunicación ayudan con eso de no olvidar ni por un día, las desdichas que acontecen. Es tiempo de crear en manada, de pensar soluciones a los problemas, de mirar con optimismo no solo el futuro, sino este presente que nos regala la oportunidad de actuar hacia lo que deseemos construir. Debemos reivindicar el derecho a soñar, a equivocarnos haciendo, a creer y confiar. En el peor de los casos, uno queda igual y puede volver a quejarse gozoso. Pero qué tal intentar, hacer pequeños o grandes cambios, atreverse a proponer en su casa, su empresa, su ciudad. Porque además, como dicen por ahí, nadie dijo que iba a ser facil, lo fácil ya lo hicieron los mediocres. 

Grandes sabios tenemos demasiados, qué tal un batallón de hacedores creativos, que vean en todo una posibilidad, que reinterpretemos el fracaso y lo convirtamos en aprendizaje para que nos acompañe en la maleta de nuestra próxima hazaña. ¡Qué tal gente que sea capaz de ver en todo algún asunto rescatable, algo positivo! 

¡Qué tal cambiar de perspectiva y asumir con gracia y curiosidad cada situación que se nos presenta! Pero, sobre todo, qué tal hacernos responsables. Porque cuando todo y todos son el problema menos uno, tal vez sea el primer síntoma para saber como campanazo, que el problema efectivamente, ES UNO. 

Si el mundo está tan jodido y se acaba mañana, valía la pena vivir por lo menos en la víspera siendo optimista,  y si no se acaba todavía, pues hay tiempo, que no vale la pena seguir desperdiciando en lamentos. Este no es un valle de lágrimas. Me resisto a creerlo. Ante los lamentos históricos, el llanto universal y la falta de agencia, solo puedo decir: ¡Amiga, marica, ya!

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