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Las mujeres somos el contenedor de la vida y, de ahí, como explica la escritora Carolina Sanín, nace la misoginia. Somos las que conocemos la identidad de nuestros hijos. El hombre, en un intento más de conquista, necesita poner su apellido de primero para reafirmar su paternidad que, en últimas, es un acto de fe con la madre. Simbólicamente somos diosas, pero también aquí en la Tierra se necesitan chivos expiatorios: nosotras.

Pienso en esto porque la maternidad, a la que veía lejana, me atravesó este año y se convirtió en la base de todo mi mundo. Desde que supe que estaba en embarazo mi perspectiva de la vida cambió. Mientras escribo, la misma sangre de mi hija corre por mis venas, unidas por un maravilloso cordón que nos nutre a ambas. Ella no tiene la conciencia que tengo yo, pero aquí está conmigo y, hasta el momento, soy lo único que conoce, soy su universo entero.

Me emociono al pensarlo pues es parte de mi propia transformación y del descubrimiento poderoso del origen de la vida que está unida como la estructura que conecta su cuerpito diminuto con el órgano que creó mi cuerpo únicamente para albergarla. Juntas somos vida dentro de la vida y, a pocos meses de alumbrarla, me sorprende esta revelación que me obliga a detenerme cuando observo mi barriga en el espejo y pienso que hoy todo está oscuro para ella, pero que yo seré su canal, su primera salida de la caverna hacia la luz.

Las primeras semanas del embarazo fueron una especie de ilusión. En mi abdomen no se veía nada, no sentía nada y tampoco tuve síntomas que me recordaran el proceso que se estaba gestando. Por momentos olvidaba que había una célula creciendo en mi vientre y sólo cuando iba a los controles médicos comprobaba que seguía ahí: una figura pequeña con un corazón que latía con fuerza y determinación. No soy la típica mujer embarazada que anunció el sexo de su bebé con bombas de colores. Aunque tengo muy buena salud, el embarazo me parece un estado complicado y exhaustivo. Al mismo tiempo es un momento prodigioso, una etapa donde las mujeres somos alquimistas por el simple hecho de existir y de tener un órgano muscular que puede soportar a otro ser adentro durante cuarenta semanas. 

En los últimos meses, mi relación con la futura maternidad y con la llegada de mi hija se ha modificado de una manera que me sorprende gratamente. Lejos de idealizar lo que viene, ni de satanizarlo (dos posturas que se enfrentan constantemente en este camino de ser madre) lo que estoy aprendiendo cada día es a mantenerme abierta a todas las posibilidades que una vida ofrece. De la misma manera en que mi propia existencia se ha desenvuelto sin saber a dónde iré a parar, del mismo modo en el que la lectura me ha acompañado siempre y me ha enseñado que todos los mundos dentro de un mundo son posibles y por eso existen el arte y las creaciones humanas que nos maravillan.

Sin embargo, cuando pienso en la vida me es imposible no pensar a su vez en la muerte. Hace dos años, Irina Kalinina, una mujer joven de Ucrania murió en un bombardeo y, aunque lograron hacerle una cesárea post mortem, su bebé también nació muerto. Veo las imágenes de la destrucción en Gaza y pienso en las madres que no pueden criar en paz, en aquellas que están a punto de traer hijos a un lugar donde sólo hay destrucción, y en las que han perdido la vida y la de sus hijos en medio de un fuego cruzado que no parece tener fin.

La imagen de Irina ganó en el 2022 el premio a la foto del año, y las del conflicto palestino-israelí aparecen en los periódicos todos los días. El mundo continúa su frenesí. Lejos de las guerras, las fotos y las noticias parecen un periódico antiguo, pero la realidad es que eso ocurre mientras escribo.

Leí también hace unos meses un titular que decía: “La vida se abre paso en Gaza” y debajo había una imagen de un bebé en una incubadora conectado a los equipos que le brindan lo que su madre fallecida ya no puede. Algunos se conmovieron y celebraron este nacimiento prematuro, como si la vida de ese pequeño fuera la resolución del conflicto.

Me parece que la vida no necesita abrirse paso, que todo ser vivo merece nacer en un lugar cómodo, seguro, en paz, en el que su corta existencia no esté limitada por decisiones políticas de conflictos desgastados que ya nadie sabe por qué persisten, que debemos dejar de romantizar el hecho de que siga habiendo nacimientos en medio de una guerra porque esos niños ya perdieron toda esperanza sin ni siquiera haberla conocido.

Lo que tenemos que hacer es respetar la vida y honrarla, y no enviar más seres humanos a una guerra que no escogieron pues nadie nace con los prejuicios instalados en su cabeza.

Ojalá que la muerte nos alcance a todos en una cama limpia oyendo el canto de las aves, la respiración de un perro o de un gato, el canto de un ser amado o el silencio, y no el estallido de una bomba. Es lo que me sueño para mi Agustina. Y al escribirlo estoy creando mi propia ficción sobre lo que quiero contarle. Y también estoy soñando con su nacimiento, y con que el mundo cambie, pues cada segundo, mientras tecleo palabras, a las niñas y a sus madres nos siguen matando.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/amalia-uribe/

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