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En el 2020, llegó Uma a nuestra familia. Una pastora australiana ganadera energética, infinitamente inteligente, y un ser que como dice mi papá, “le hace falta un botón de apagar.” Le enseñé a sentarse, a dar la mano, y cuando la cargaba mi papá me regañaba porque “no la iba a cargar así cuando fuera grande.” Pues, resulta que se quedó chiquita, y todavía soy capaz de cargarla.
Luego llegó Isla, rescatada de San Andrés. Y finalmente llegó el Negro, rescatado del lado de una vía del oriente antioqueño. Desde que tenemos mascotas, entonces, en mi familia nos hemos convertido en defensores de los derechos de los animales.
A nuestra manera, cada uno ha aportado como podemos. Mi papá, por ejemplo, paró de comer pulpo y ahora solo come carne una o dos veces al mes. “Mona, ahora solo voy a comer la proteína que necesita mi cuerpo,” me dijo una vez. También saca por la ventana a cuanto insecto se aparezca por la casa, cosa que a muchos les parecerá descabellada. Sea mariposa, cucaracha, abeja, avispa o ciempiés, el papá los coje y los deposita con cuidado en la rama de un árbol.
Mi hermano y yo nos hemos vuelto muchísimo más empáticos a la situación de los seres con los que compartimos el mundo; ahora mi medidor personal de moralidad se basa en como las personas se relacionan con los animales. He tratado de compartir con quienes tengo cerca la experiencia mágica de la adopción de los animales callejeros, e incluso una vez subí un video a Instagram llorando, hablando de la situación tan dolorosa que encontré en Santa Marta, la historia del perro de los mil nombres.
Desde que tuve mi despertar animalista no solo he logrado apreciar la policromía de la fauna y la flora colombiana, sino que también he sentido personal, como puñal al corazón, los casos de maltrato animal. Entonces, empecé a seguir cuentas de defensoría de los animales en redes sociales, donde se publican casos de animales en condiciones deplorables, de abandono, de abuso, de calle, para así recaudar fondos y ayudarles.
Por su lado, mi mamá también se ha vuelto muchísimo más empática, cosa que para mí era imposible antes de presenciarlo. Hace varios años, tuvimos varias discusiones en las que me reclamaba que no viera las publicaciones de estos animales, o que cómo mínimo, no se las mostrara.
Cuando le empezaba a contar detalles de los casos que veía, gritaba y me decía que no quería saber. Para mí, al principio, era irresponsable vivir en la ignorancia. Pensaba que tenía que conocer lo que sucedía para así ser mejor persona. Las heridas, violaciones, matanzas y machetazos; todo lo veía, aunque llorara, aunque vomitara.
“Salo, uno no tiene que ver todo,” me decía. Y cuánta razón tenía. Hace un par de meses me di cuenta de todas las maneras en las que ver estas publicaciones me afectaban: ya no podía comer el resto del día, lloraba, sentía tanta rabia que la descargaba con mis amigas, y no podía concentrarme en mis asignaturas de la universidad.
La semana pasada se viralizó una imagen diciendo All Eyes on Rafah, ‘Todos los ojos sobre Rafah.’ Producida por inteligencia artificial, la imagen fue compartida por más de 50 millones de usuarios de Instagram.
Hace alusión a la crisis humanitaria que se vive en la ciudad palestina de Rafah, donde 2.3 millones de palestinos fueron obligados a asentarse luego de tener que recurrir al exilio por los constantes bombardeos en el norte del país.
La semana pasada, dos días después de que la Corte Internacional de Justicia le ordenara a Israel detener su ofensiva en Rafah, un bombardeo mató a más de 45 personas en lo que se pensaba era una zona segura para los refugiados. El martes pasado, hace exactamente una semana, otro ataque mató a 21 personas en otro campamento de desplazados.
Contrario a lo que se muestra en la imagen, los cielos de Rafah son grises, producto del polvo de las bombas. No hay una estructura de carpas; más bien parece un gueto donde las personas se refugian en cualquier rincón que encuentren. Hay escombros por todas partes, la sombra de los ataques que acabaron con la vida de tantos. Además, con la estimación de la ONU de 1.4 millones de refugiados, es imposible que lo que se ve en la imagen refleje la realidad de lo que allí se vive.
El discurso que ha surgido desde la viralización de la imagen me recuerda a lo que tanto debatí con mi mamá. Hay personas que en redes critican el impacto que puede tener esta imagen organizada y artificial, reconociendo que hay imágenes tomadas por periodistas en la ciudad que realmente muestran la barbaridad que estas personas tienen que sobrevivir. Las condiciones inhumanas, de miedo, de exilio, de guerra. Inclusive hay quienes han tildado a quienes compartieron la imagen de superficiales, poco cultos e insensibles.
Creo que es cierto que no tenemos que ver todo. Decidí escuchar a mi mamá y limitar el contenido que consumo en redes sociales, porque al afectarme tanto, pierdo mi impacto, hablo desde la rabia, desde el odio. Al sentir tanto dolor, al descomponerme, paro de ser una activista, una aliada, una amiga.
Pero es cierto que no podemos ignorar lo que sí está pasando. Me preocupa que haya personas que piensen que un campo de refugiados se vea como en la foto, entre montañas, organizado meticulosamente en un terreno plano y sin escombros. Especialmente en un país de desplazados como lo es Colombia, ¡no podemos pensar que esta es la realidad!
Entonces, si compartió la historia y aún no sabe lo que está pasando, le invito a que investigue. Si lee mis palabras es porque tiene acceso al internet, maravilloso tesoro que no solo sirve para mantenernos ocupados y vendernos productos, sino también para desbloquear un mundo de información. O mejor, en este mismo portal ha escrito varias veces Ana Paulina Maestre, experta en el conflicto entre Israel y Palestina, y gran escritora.
Entonces no, no tenemos que verlo todo. Por lo tanto, no todos los ojos están en Rafah. Pero sí espero que todos los corazones estén latiendo al son de la empatía con quienes están sufriendo las consecuencias de la guerra. Sepamos que la reacción visceral que sentimos ante ver tanto dolor es normal, pero multiplicado mil veces para quienes no tienen el privilegio de subir una historia a Instagram.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/salome-beyer/