Aguardiente, frijoles y lentejas

Aguardiente, frijoles y lentejas

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¿Y qué tal si todo aquello que hemos creído nuestro, si esas cosas y alimentos que hemos denominado tradicionales no fueran realmente de estas tierras sino de los que las colonizaron o de unos vecinos que nada que ver con nuestros abuelos? ¿Cambiaría en algo nuestra percepción hacia esas cosas? ¿Nos desilusionaría saber que nada de lo típico es local? 

Qué tal por ejemplo si ese guaro paisa que ha enfiestado a generaciones completas, ese que ha sido motivo de orgullo y sinónimo de “berraquera”. Aquel con el que hemos creado dichos y estampado pequeñas copitas que se cuelgan en el cuello. Ese que patrocina nuestras fiestas patronales y la educación pública (ironía) ¿qué tal si ese, el símbolo de la antioqueñidad, no fuera un producto ancestral colombiano? Y hablo aquí del de esta región, pero realmente hago alusión a todos los aguardientes, el de Caldas, el Rolo, el Llanero, incluso el denominado Viche del Pacífico que por tener más “perrenque” se siente más autóctono. ¿qué tal que esa manera de destilar caña no fuera colombiana? Pues, no lo es. Y al parecer tampoco la caña que fue traída en barcos por los españoles. 

Me contaba hace poco un hombre gomoso y conocedor del tema, que casi todo el alcohol con el que se hacen nuestros licores es importado. Él que creó una marca de aguardiente de origen completamente colombiano, está en la búsqueda de lo que otros amigos llamarían, soberanía etílica, esa que sin duda hemos ido perdiendo y que ellos con el nombre de la marca le devuelven el honor, El Desquite. 

Me resultó curioso el dato del origen del alcohol y de la caña. Me hizo pensar en nuestras tradiciones, en aquellas cosas que nos hacen inflar el pecho y nombrar con grandeza lo especiales que somos, pero que en realidad no tienen sus raíces aquí en este lugar. 

Lo asocié con los frijoles y las lentejas. Esos productos que comemos en todas las mesas montañeras y ahora también incluso en cocinas súper elegantes que quieren “volver al origen”. 

La verdad es que, ni en las mesas donde la bandeja paisa vale 8 mil por persona o en esos restaurantes donde cobran 60 mil por el mismo plato, saben que, ninguno de esos granos es comprado en nuestras tierras campesinas. Habrá una que otra marca local y una que otra plaza de mercado que aún tenga en sus anaqueles producto colombiano, pero en general, la mayoría lo importamos. 

Dos pensamientos me acompañan después de esta reflexión. 

El primero es lo curioso de no saber quiénes somos ni de dónde venimos. Es particular ser un pueblo con su historia perdida o quizás borrada. Porque si de buscar identidad se tratara, realmente somos pura chicha. Eso sí que nos pasa por las raíces, el maíz fermentado. Pero de resto, hemos construido identidades sobre lo que no es nuestro y ni siquiera es prestado, sino más bien impuesto hace unos 200 años.

El otro pensamiento es lo particular de nuestra cultura que puede adoptar como suyas, unas tradiciones absolutamente ajenas para convertirlas casi en patrimonio cultural. 

Creo que está bien que eso suceda, es imposible no ser hijos del comercio, de los intercambios mercantiles y de los viajes en barco a las Indias, a las Américas y al Antiguo Continente. 

Lo que no sé qué tan bien esté, es que no sepamos nada de nosotros mismos. 

Que creamos que el mundo arrancó ayer o hace apenas dos siglos. Que no seamos más curiosos de la historia, que no promovamos más investigaciones que nos lleven a encontrarnos con nuestro origen, que no tengamos idea de las plantas de nuestros suelos y de las recetas de los ancestros.

Que no tengamos noción del origen de lo que comemos y bebemos. Nosotros que somos tan críticos con los habitantes de otros continentes que creen que la leche sale de la caja, pero que poco nos preguntamos por nuestro linaje. También se deben de reír de nosotros los que siembran los frijoles que nos comemos cuando oyen que proclamamos esas importaciones como el plato típico de ciertas regiones colombianas; o los judíos cuando saben que el poncho es realmente su Talit y nosotros que lo volvimos símbolo campesino, igual que la arepa que es el pan sin levadura o matzá. 

El mundo es uno solo y la humanidad un solo pueblo que tiende cada vez más a ser global y a no estrechar las mentes en las ficticias fronteras, pero perder la riqueza cultural y las prácticas ancestrales nos puede llevar no solo a la aniquilación romántica de ciertas tradiciones, sino a la pérdida completa de esa identidad que nos hace pertenecer a algún lugar y que por ello nos cuidamos los unos a los otros, aunque seamos perfectos desconocidos. 

Ya en otras ocasiones lo he mencionado, no soy muy patriota, las banderas han derramado más sangre que cualquier otro símbolo; pero tampoco creo en el desarraigo. Confío en que cuando cada pueblo, cada tribu, conoce la profundidad de sus costumbres, encuentra en ellas no solo la manera de cuidarse y procurar su bienestar, sino al tiempo el de todo el planeta. Porque se come o se bebe de distintas maneras en cada lugar no por capricho o por tener paladares más o menos refinados, sino que se desarrolla la cultura gastronómica e incluso la de las bebidas rituales, por razones que tienen que ver con la disponibilidad de los recursos de cada pedazo de la tierra y por las cosmogonías que los humanos fuimos construyendo sobre ellas y que antes se invocaban con iniciadores, bebidas o yerbas, que ayudaban a recordar la conexión con esa tierra.

Yo celebro la globalidad, los nuevos ritmos y lenguajes; pero invito también al otro viaje, ese que no da muchas millas en aerolíneas, pero que construye el recuerdo de lo que hemos olvidado, ese hacía la profundidad de nuestra tierra y nuestra herencia y que está aquí cerca, cruzando la puerta de nuestras casas.

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