“Éramos las personas que no salían en los periódicos. Vivíamos en los espacios en blanco, en los márgenes de cada número. Esto nos daba más libertad. Vivíamos entre las líneas de las noticias”. 

El cuento de la criada – Margaret Atwood.

El agua maltratada y subestimada por los hombres cae del cielo enfurecida y resurge de ríos y alcantarillas, sobrepasa puentes, se monta en andenes y recorre libre las calles, entra por las puertas de los hogares de siempre, los desprotegidos —que el agua no reconoce—, y recorre habitaciones minúsculas que reúnen universos enteros, la totalidad de lo luchado durante la existencia de quienes las habitan, y se cuela en los rincones de lo amado y lo borra. 

Se empapan colchones, ropas y pisos, se caen techos, se rompen vajillas y muebles levantados con la vida misma, se arrastran objetos y motos y hasta perros y hombres que raspan las calles entre el agua furiosa y sin freno, con un paisaje que corre a toda velocidad recordando que ya no hay vuelta atrás.

Desde la frialdad de la teoría, el diccionario define inundar como “cubrir el agua un lugar” e inundación como “abundancia excesiva de una cosa, especialmente de agua u otro líquido”. El agua esencial para vivir, el agua que escasea en naciones y cultivos y en el planeta entero, el agua que tiramos lavando carros y calles y en duchas abiertas y juegos de niños, se convierte ahora en esos otros líquidos que inundan, en lágrimas y sangre, y en abundancia excesiva que cubre un lugar.

Y mientras ese lugar se ahoga en todo aquello, “los otros”, los que solo se enteran de los hogares desprotegidos por las noticias, si acaso logran llegar a las noticias, observan consternados a través de una pantalla y proceden a remediar ese dolor instantáneo y efímero reproduciendo la imagen para que más y más de los que están lejos del agua y la sangre y las lágrimas se conmuevan y reenvíen y rápidamente olviden.

Es una tragedia. Para el que se moja, para quien se le ahoga la existencia. Pero cuando se mira a través de una pantalla, es solo una tragedia ajena. No duele tanto. El agua no moja ni ahoga en la distancia. El universo no se va por el desagüe ni toca volverlo a levantar. Puede que el dolor por el otro sea sincero, pero cuando solo se intuye el frío desde un lugar caliente, hay un abismo infranqueable.

Imagina que tu vida se escurre entera y se mezcla con el fango de la calle y se aleja a toda velocidad sin que puedas alcanzarla y solo quedan los escombros de lo que era esa vida. E imagina que otros observan detrás de un cristal, como si se tratara solo del experimento de tu dolor.

Relataba Manuel Vicent, en su columna del domingo en El País, una situación hipotética de tres generaciones: en la primera, un padre recibía en la cena a su hijo, que llegaba emocionado después de participar en una manifestación en la universidad, y le aconsejaba no involucrarse. Entonces el hijo le hacía caso y redireccionaba su vida hacia el sistema indiferente, hacia la burocracia cómoda, productiva, silenciosa e inmune al dolor ajeno, a la humanidad. Años después, ese hijo recibía a su hija emocionada tras participar en una manifestación por los derechos de la mujer y le daba el mismo consejo: tú no te metas. Y la hija no se metía más para, años después, batallar contra la indiferencia de su propio hijo, que se la pasaba metido en la cama pegado a una pantalla, sin motivación ni emoción ni lucha alguna. Un consejo transmitido de generación en generación que caló hasta las venas y culminó en el silencio, en mirar a través de cristales cómo se ahogan los demás.

Esa es la recomendación más frecuente de los que tienen y saben y pueden. Y entonces el agua y la sangre y las lágrimas serán una misma cosa y correrán por las casas y las calles y las venas desbordando a los desprotegidos y también las pantallas, y terminarán ahogándonos a todos.

Escribe Milena Busquets en También esto pasará: “Todos vemos cosas distintas, todos vemos siempre lo mismo, y lo que vemos nos define absolutamente. Y amamos instintivamente a los que ven lo mismo que nosotros, y les reconocemos al instante. Coloca a un hombre en medio de una calle y pregúntale: ‘¿Qué ves?’ Y en su respuesta estará todo, como en un cuento de hadas.”

Y tú, ¿qué ves?

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