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He sido profesora desde mis 13 años; en la fundación del barrio en la cual crecí, mis tutoras me permitían dar clase sobre pintura o historias religiosas a niños y niñas. Luego tuve grupos juveniles en mi casa por casi tres años, y más adelante me uní a organizaciones sociales.

Esta experiencia comunitaria y deseo desenfrenado de juntarme con otres parar aportar al mundo social, me permitió conocer procesos políticos que también tienen que ver con educación, pero ellos lo nombraban educación popular. Esta categoría me permitió reconocer el sentido ético, político, trascendental y contudente de la educación.

Allí, entendí que la educación popular era vital para transformar los contextos, nos permitía generar diálogos de saberes, partir de la horizontalidad, darle lugar a la experiencia, reflexionar para transformar, sentipensar los acontecimientos para encontrar nuevos caminos, mirarnos a los ojos para reconocernos en paridad, darle lugar al aprendizaje como herramienta para comprender la vida cotidiana, mientras se construían horizontes de futuro cargados de esperanza y emancipación social. En esta forma de educación, el desarrollo de habilidades y conocimientos era sólo el resultado de un proceso intencionado, donde se permitía la palabra, el silencio, el juego, la escucha y la creatividad.

Dicha trayectoria callejera y socio educativa me permitió vincularme como docente de cátedra a una institución universitaria. Estaba emocionada y asustada por asumir el reto, aunque sabía que mi experiencia docente entendía el aula como una extensión de la calle habitada. Cada clase era la oportunidad de generar aprendizajes significativos que transformaran la vida de alguien y permitieran dar herramientas para entender su contexto y soñar nuevos mundos posibles.

En estos cuatro años como docente de cátedra he visto la precariedad con la que reconocen y valoran nuestro ejercicio, así como también he visto estudiantes maravillosos, apasionados por salir adelante, dándola toda por recrear sus contextos aún en medio de las adversidades; he escuchado y acompañado sus preguntas vitales y ellos se han dispuesto a escuchar las mías. Callejeamos, leímos, debatimos, confrontamos y creamos de manera individual y colectiva.

Sin embargo, el panorama ha cambiado drásticamente: la pandemia, la corrupción en la educación, la desigualdad social agudizada, el mundo digital y los trabajos desgastantes hicieron su mella. Hoy, llego al aula y no hay tanta magia, veo a mis estudiantes desgastados, los he visto llorar, con ganas de tirar la toalla, llegar con hambre, corriendo por el tráfico, dormirse en el salón debido al cansancio por sus múltiples jornadas laborales, de cuidado no remunerado y de transporte. Los veo sufrir cada vez que ponemos una lectura porque significa que es una hora menos de las tres que duermen. Los veo cansados, esperando que se acabe la clase, entendiendo cuál es el trabajo por hacer para obtener la nota, buscando acabar rápido los cinco años de estudio para alcanzar la promesa de un mejor empleo. Mientras piensan todo esto en clase, participan con las fuerzas o las ganas que les quedan.

Aunque este contexto no es lejano a otras situaciones históricas sobre cómo se desarrolla la educación en Colombia, este ha sido siempre el contexto precario de la educación pública. Hoy veo un nivel de agotamiento tal, que afecta el desarrollo de sus habilidades, los estudiantes están desconectados de sus realidades y contextos, les cuesta leer la vida y, desde allí, poder redactar y escribir sus propias ideas.

No obstante,  lo más complejo de todo esto es que yo también llegaba cansada, también tenía poco tiempo para leer, no lograba bajar todas las reflexiones, porque pasaban tantas cosas por mi cabeza, que terminaba exorcizando la indignación con una emocionalidad que podía hasta desconectar. Yo también agonizaba en mis reflexiones, no lograba senti-pensar la vida, el contexto se me volvía paisaje. Entendí que yo también, como reflejo de la academia, agonizaba.

Por esta razón, comprendí que los estudiantes no merecen una profesora como yo, tan agotada como ellos; así como yo no puedo con unos estudiantes así, tan agotados como yo. Porque en ese cansancio no hay reflexión ni acción, no hay creación.

La academia está agonizando porque carece de creatividad. Decidí irme, porque sin crear muero, porque sin senti-pensar no crezco, porque creo en la educación popular y no le puedo fallar más.

¿Alguien me quiere invitar a aprender a ser profe de nuevo?

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/luisa-garcia/

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