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Solemos hablar de los demás sin pensar en quiénes son ni en lo que han hecho, sin detenernos a observar su condición humana. La única que es visible siempre y la que de verdad importa. No sé cuántas veces he escuchado la frase de cajón: “Gabriel García Márquez era un comunista”, por mencionar cualquiera de este estilo. Casi siempre me da una rabia momentánea, dura poco, pero deja secuelas, la obsesión por preguntarme a qué se debe la molestia, pues va más allá de mi admiración por las letras del escritor. Me parece que cuando alguien encasilla a otro y lo juzga sin cuidado lo que hace es anular su propia humanidad.
Cuando hay tanto por decir de una persona —más aún de quien fuera el creador de la obra literaria más importante del siglo XX en español— y solo señalamos una característica de ella como dictando una sentencia, nos alejamos completamente de todo lo que podemos observar y analizar en nosotros mismos. Es un rechazo a la creación, no divina ni mística, sino a la supremacía del ser humano sobre sí mismo, a su propia divinidad terrenal, al pensamiento.
Los humanos somos complejos, pero como muchos no se han observado en su complejidad, creen de forma narcisista y errónea que lo que es complejo de los otros es un defecto, es condenable. Un escritor como García Márquez fue posible porque se dedicó a pensar en la belleza y en la riqueza de los pueblos, en sus desgracias, en las emociones, en lo que significa amar y odiar al mismo tiempo, en el amor incestuoso, en el deseo, en lo que significa tener un trozo de tierra y delimitarlo, en cómo las costumbres se vuelven folclor y el folclor se convierte en el destino de una sociedad, en los políticos y en el poder, en las prostitutas, en los países comunistas y en los capitalistas, en el arte, en la música, en el baile, en la familia, en la infidelidad, en cómo un recuerdo puede definir a una persona, en el amor no correspondido, en lo que significa esperar y ver pasar el tiempo, en la misoginia, en el horror de las masacres silenciosas, en qué es habitar el mundo y conquistarlo, en todo.
La creación es posible cuando hay preguntas, no cuando creemos tener todas las respuestas y etiquetamos cada cosa que existe. La belleza de la vida radica en eso que podemos ser en un solo cuerpo, en una misma mente, en cómo podemos pensar hoy algo y en unos días pensar otra cosa totalmente distinta.
Somos duales porque somos vida y muerte, porque en nosotros no habita una sola posibilidad, sino infinitas, mediadas por el azar, el contexto social, la época en la que nacemos y muchos factores más que hacen posible una existencia plena y profunda, que es el fin más loable al que podemos —y deberíamos— aspirar, porque el cliché es cierto: nada nos llevamos a la tumba, pero sí podemos dejar un legado, una huella, la prueba de que existimos.
Señalar a quienes tanto pueden enseñarnos sobre lo que somos es invalidar nuestra propia imagen. Al decir que el otro no significa nada o no tiene nada que enseñarme lo que nos decimos es que no tenemos nada qué aprender, que nada puede llenarnos ni enriquecer nuestro mundo interior. Lo que llevamos adentro nos permite expresarnos, relacionarnos con los demás y abrazar la complejidad ineludible que somos. Del mismo modo, descubrir mediante el lenguaje el mundo interno de otros seres humanos que también han indagado en su interior y enriquecido su espíritu más allá de lo evidente o lo necesario, es también un encuentro fascinante de dos universos, es abrir la puerta para tener una experiencia más amplia y la mirada menos inquisidora frente a otras realidades.
Exaltarnos frente a la existencia compleja y única del otro no es un halago para un escritor, para un cantante, para un actor, ni para nadie. Es un regalo para nosotros mismos, es abrir los ojos y observar con asombro esta tierra llena de seres humanos en la que abunda el esplendor, las fuentes de inspiración y, por supuesto, la complejidad.