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“Fue hace nada, y es como si hiciera mucho tiempo. Ayer mismo, de pronto, es nunca más.”

 Volver a dónde. Antonio Muñoz Molina.

Hace ya más de diez años —la adultez es contar los recuerdos en décadas— viví un momento extraordinario que creo no poder olvidar, a pesar de la adultez. Fue en Camboya, en el sudeste asiático, cuando mi pareja y yo nos internamos en una canoa en la inmensidad de un lago que parecía el mar, acompañados de un camboyano con quien no podíamos cruzar palabra, alejándonos de las orillas sembradas de arroz y atravesando aldeas flotantes hasta alcanzar lo que se convirtió en el espejo de la infinidad.

Al rato el cielo se incendió y llenó de llamas ese que era para nosotros el mar, y entonces el camboyano, acostumbrado a ese paisaje, supo simplemente que se debía detener. Nos permitió observar, absortos en los matices de rojo que lo inundaban todo, y yo recuerdo sentir que la belleza me estallaba y se grababa dentro, en una especie de mezcla de demasiada emoción con la certeza de que si algo nos sucedía allí, nadie lo sabría jamás.

Estábamos en el fin del mundo, o eso pensábamos, y sentíamos algo que yo describiría como una explosión de libertad. En aquel momento cualquier cosa podía pasar. Dice el filósofo Daniel Innerarity: “Que la historia sea imprevisible puede resultar inquietante, pero sin esa dimensión de ignorancia y sorpresa nuestra libertad sería un espejismo”.

La vida produce mucho miedo —más cuanto más vivo está uno—, tiene la capacidad de que en un mismo instante percibamos ese roce tenaz entre la belleza y el abismo, como quien se aproxima un poco más al filo de la roca para acercarse al aparente contacto entre el cielo y el océano.

Creo yo que todos lo experimentamos, en mayor o menor medida, ese intervalo casi imperceptible entre la convicción de que podemos lograr nuestros deseos más profundos y la desazón del presagio de que no llegaremos a ninguna parte, de que incluso conquistar el día presente parece inalcanzable.

Son tiempos en los que predomina la incertidumbre. Decía hace poco Nuria Labari en una columna que «vivir se está convirtiendo en prepararse para lo peor”; hablaba de la precariedad, de cómo el célebre tener un hijo, escribir un libro y plantar un árbol se ha transformado en cuidar un sobrino, leer un libro y regar una planta, porque ya todo pesa demasiado. Aunque creo que es también una combinación entre precariedad y libertad.

Además de la naturaleza, de la que tan frecuentemente les hablo, los libros son mi otro refugio invaluable, el tesoro intelectual, moral y artístico al que regreso en busca de esperanza y consuelo, de miradas que me permitan interpretar abismos ajenos para recordar, como nos decía Ricardo Silva Romero en el podcast de Universo No Apto hablando sobre las biografías, que “nada es tan definitivo”.

Por eso me uno a la defensa de la ficción que hizo Juan Gabriel Vásquez la semana pasada en El País: “Carlos Fuentes se preguntaba qué es la imaginación sino la transformación de la experiencia en conocimiento. Y así es: la ficción es conocimiento y siempre lo ha sido; y, aunque es cierto que se trata de un conocimiento ambiguo, impreciso e irónico, los lectores de novelas sabemos que nuestra comprensión del mundo sería incompleta sin él, o fragmentaria, o incluso gravemente defectuosa».

Para cuando uno ya no sabe si la libertad es abrumadora o no existe en absoluto están el alivio y la inspiración que representan las ficciones. Cómo no va uno a recurrir a las mentes y los corazones de quienes han observado, pensado e interpretado la vida, y lo han puesto en sus palabras más bonitas, para sortear los temores que llegan con ese ineludible pasar de los días, con ese tener que crecer.

Es que se nos exige permanentemente el afán, se nos piden todas las respuestas al tiempo mientras nos balanceamos sobre ese abismo que somos nosotros mismos. Rebelándome ante eso, mis dos adicciones —la naturaleza y los libros— tienen que ver con la contemplación. Por eso me sumo a este par de ideas tan bellas (la primera de Antonio Muñoz Molina en Volver a dónde y la segunda deSiri Hustvedt en Todo cuanto amé): “Cada vez más soy cautivo de hábitos que no sé de dónde vienen y que no me apetece controlar”, y ‘Me dije a mí mismo que crecer, en realidad, significa aminorar el paso”.

Yo les pido compañía a las historias para construir mi noción del mundo a mi ritmo. Es que conocer las profundidades de otras vidas puede ser la mano que nos sostenga frente a los abismos y, tal vez, nos ayude a transformarlos en belleza.

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