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“Colombia es un país de oportunidades”, una frase que resuena en mis oídos constantemente y en la que sinceramente creo. He sido testigo y beneficiaria de las oportunidades que Colombia a través del estado ha brindado a mi vida y a la de aquellos a mi alrededor.
Sin embargo, a menudo me pregunto: ¿realmente estas oportunidades alcanzan a aquellos que más las necesitan o se reservan principalmente para aquellos bendecidos con cierto nivel de privilegio?, es común ver cómo algunos, gracias a su posición social, reciben abundantes oportunidades, algunas por influencia, otras por proximidad. Pero también es frecuente escuchar sobre aquellos que solo anhelan una oportunidad para avanzar, para que la vida sea un poco menos dura.
En la Colombia actual, especialmente en las áreas más alejadas de los centros urbanos, la realidad es distinta. Las personas no siempre trabajan en lo que desean, sino en lo que deben; no comen lo que prefieren, sino lo que pueden; no viven donde desearían, sino donde los medios se lo permiten. Muchas de las decisiones que toman no son por elección propia, sino por necesidad, como una forma de sobrevivir.
Esta Colombia menos visible, aquella que raramente acoge convenciones o reuniones importantes, carece de recursos para acceder a la educación universitaria o para invertir tiempo en el estudio; aun cuando es popular en los discursos de políticos que la usan para ganar en campaña. Muchos en esta Colombia, tienen historiales de vida tan desafiantes que priorizan el trabajo inmediato para subsistir, en lugar de la educación y las posibles recompensas futuras.
Es un país donde nacer pobre implica, en promedio, que se necesitan once generaciones para superar la pobreza y lograr un cambio significativo en la movilidad social. Es una sociedad donde la mitad de la población trabaja en empleos informales y mal remunerados, con efectos perjudiciales para el crecimiento personal y familiar y donde normalmente las familias suelen tener más hijos y menos recursos para educarlos adecuadamente.
En las zonas rurales y menos pobladas, uno de cada tres colombianos vive en pobreza monetaria, una cifra que se eleva casi al 50% en ciertas áreas. Los llamados empleos de subsistencia, definidos en economía como trabajos que surgen de la necesidad de sobrevivir y no necesariamente de emplear a las personas en áreas donde podrían destacar, son la realidad diaria para muchos. Incluso plataformas diseñadas originalmente para generar ingresos adicionales, como Didi, Uber y Rappi, se han convertido en el sustento principal para numerosos colombianos y extranjeros.
La desigualdad en Colombia es alta, con más de la mitad de la población experimentando una brecha significativa entre los que ganan más y aquellos que luchan por acceder a condiciones de vida dignas. En este contexto, el Estado debería actuar, aunque a menudo lo urgente desplaza lo verdaderamente importante en la agenda política.
Esta columna a través de los datos y los ejemplos de una Colombia diversa, nos ilustra la profundidad de las desigualdades que fragmentan su tejido social. Más allá de las cifras y planes, nos hemos enfrentado a la realidad cruda de un país que, pese a su riqueza potencial y las promesas de progreso, todavía deja a muchos en la sombra del desarrollo. La pregunta que nos planteamos sobre cómo democratizar las oportunidades en Colombia no es simplemente retórica, sino un llamado urgente a la acción.
La brecha de once generaciones entre lugares como el Chocó y el Poblado no es solo una medida de distancia económica; es un reflejo de un sistema que perpetúa la desigualdad a través de barreras estructurales y sociales que limitan el acceso a las oportunidades. ¿Cómo podemos, entonces, comenzar a cerrar este abismo que divide a nuestra nación?
La respuesta no reside en soluciones simples ni en intervenciones aisladas. Requiere una reforma comprensiva que aborde las causas fundamentales de la desigualdad: desde la educación y el empleo, hasta la infraestructura y la política fiscal. Es imperativo que las políticas públicas se enfoquen no solo en aliviar la pobreza, sino en crear un ecosistema donde cada colombiano pueda prosperar.
Con cada generación que pasa sin cambio significativo, se perpetúa la inequidad y se debilita el tejido social de Colombia. Por lo tanto, el desafío no es solo académico o económico, sino profundamente humano y ético. ¿Estamos dispuestos a aceptar un país donde el destino de muchos esté determinado por el lugar de su nacimiento? ¿O nos atreveremos a reimaginar Colombia como un lugar donde cada ciudadano, sin importar su origen, pueda escribir su propio futuro? Mientras estas preguntas resuenen sin respuesta, la tarea de construir una Colombia verdaderamente inclusiva y equitativa permanecerá incompleta. Pero en este desafío también reside la oportunidad de transformar radicalmente nuestra sociedad para las futuras generaciones. La verdadera medida de nuestro progreso será cuán efectivamente podamos reducir esta distancia no solo en términos de generaciones, sino en cada aspecto de la vida diaria de cada colombiano.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/carolina-arrieta/