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El cemento, por sí solo, no es suficiente. Durante los últimos meses he venido defendiendo, de una manera más o menos consistente, la idea de que, aunque las grandes obras de infraestructura sean muy importantes para las ciudades, no se nos puede olvidar que es en la concepción de ciudadana o ciudadano en donde se concreta el proyecto político de una sociedad.
Si bien Bogotá sufre las consecuencias de años de retraso en infraestructura, la situación actual también se debe al deterioro de la condición ciudadana de quienes la habitamos. Nos concentramos tanto en la discusión sobre el metro, el corredor verde y la ALO, que descuidamos la reflexión sobre nuestro rol en la ciudad.
Tal vez el último en convocar una reflexión en este sentido fue Antanas Mockus. Es difícil recordar una obra de infraestructura icónica de su primera o su segunda alcaldía. No porque no las haya hecho sino porque le dio una mayor relevancia a una obra inmaterial: la cultura ciudadana. Una mezcla entre aplicación de la autoridad y pedagogía que en últimas buscaba transformar la ciudad desde la ciudadanía. Qué falta nos hace reflexionar más allá del cemento.
Una muestra de que el cemento no es suficiente y de que necesitamos trabajar en el sentido de nuestra condición de ciudanía y la manera en la que nos apropiamos de la ciudad es la que tiene que ver con lo que se vive en la carrera 7ma de la Calle 26 hacia el sur. Quienes peatonalizaron la vía creyeron que el asunto se trataba sobre unos adoquines y uno que otro mobiliario urbano y no se detuvieron a pensar en formas de incidir en la manera en la que las personas se apropian del espacio público.
En esta vía, Carlos Fernando Galán ha venido promoviendo la idea de una revolución del respeto en Bogotá, que de fondo no es otra cosa que una invitación a valorarnos entre nosotros y valorar nuestra ciudad. Volver a creer en nosotros y en nuestro futuro pasa fundamentalmente por reivindicar el principio del respeto como el sello fundamental de la ciudadanía en Bogotá.
El respeto debe comenzar por el gobierno, por la manera en la que los servidores públicos definen el sentido de su quehacer en la administración pública y por cómo plantean su relación con la ciudadanía, comenzando por el alcalde. Desafortunadamente, en Bogotá, normalizamos que los gobiernos busquen definir una línea divisoria amigo-enemigo en la sociedad dependiendo de que tan duro se aplauda su gestión o que tanto se evite hacerles críticas.
Si algo han tenido en común los últimos tres o quizás cuatro alcaldes de Bogotá ha sido su incapacidad para dialogar con la ciudadanía, desconfían de ella. Incluso, se podría casi que decir que sospechan de ella y, por qué no, que le temen. Vale la pena preguntarse qué tanto han valorado a la ciudadanía. ¿Cómo la conciben? ¿Cuál es el rol que pretenden asignarle, eso sí, infructuosamente desde el supuesto pedestal del poder? Respetar a la ciudadanía implica algo fundamental: reconocer la relevancia de su participación en el gobierno.
El llamado de atención incluye también a policías, burócratas y tecnócratas que se auto referencian como defensores de lo público subestimando muchas veces e incluso desestimando a la ciudadanía. El servicio público no tiene por qué seguirle temiendo a la participación ciudadana. Esa desconfianza ha impedido que los alcaldes logren construir una base de apoyo más allá de sus electores y que no hayan tenido la suficiente habilidad política para liderar una verdadera recuperación de la confianza y la autoestima de la ciudad. Hemos tenido gobiernos marcados por la falta de legitimidad e incapaces de revertirla.
También se trata de promover el respeto entre las personas. La nuestra es una sociedad tremendamente conflictiva y ellos agrava nuestros problemas. La desconfianza en las autoridades y entre nosotros aumenta las oportunidades de la ocurrencia de delitos; el individualismo y la falta de respeto entre todos los actores viales lleva a que nuestros problemas de congestión sean cada vez más graves e incluso sean mortales; el mal uso del transporte público y la evasión contribuyen a que la experiencia de viaje no sea la mejor; en fin, son muchos los ejemplos a los que podríamos remitirnos y encontraremos un factor común: nos perdimos el respeto y hay que recuperarlo.
En ultimas, la revolución del respeto es también un llamado a la eficiencia, a encontrar la manera de regular y cambiar comportamientos para contribuir a resolver nuestros problemas y para superar la amarga tradición pesimista de más de una década en Bogotá. La revolución del respeto es una invitación a pensarnos como artífices de la transformación de lo cotidiano, mientras construimos el largo plazo. La transformación de la sociedad es nuestra necesidad más apremiante.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/miguel-silva/