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Los pensamientos galopan en círculo por mi cabeza, la velocidad del día a día y las interacciones humanas los envasan en pequeños compartimentos que van adquiriendo peso. Ese peso se traduce en sentir mi mente como un tambor que retumba con cada paso que doy y que, de una forma u otra, serán la muerte de mi capacidad creativa.
Recuerdo el colegio y el tipo de preocupaciones que me carcomían en ese momento; también lo creativa que me sentía a diario. En bachillerato empecé a escribir una obra de teatro, componía canciones en la parte de atrás de mis cuadernos y soñaba con diseñar vestidos gigantes, ser periodista de guerra en alguna parte del mundo y publicar mi primer Best Seller a los 20 años.
La parte de mi cerebro destinada a la creatividad era la única que me gustaba utilizar, exprimir y experimentar. Los pensamientos corrían en círculo por mi cabeza, pero a diferencia de la actualidad, no era algo del diario; en la semana tenía mínimo dos o tres días donde mi mente se serenaba y empezaba a crear, no como respuesta a la angustia, sino a la simple satisfacción de ser mamá y darle vida a algo.
La quietud fue el alimento para mi imaginación. La quietud de permitirme vagar y procrastinar, de parar, de no tener mucho para hacer. Mirar el techo un jueves, la buseta que tardaba en llegar por mi, los amores que aún no había experimentado, el anhelo que nacía de la incertidumbre del futuro, de la adultez. Los besos que tendría por dar, la carrera que podría estudiar, la cara de mis sueños tomando forma con cada acto creativo que salía de mí como una urgencia.
La quietud, ahora que lo pienso, es un lujo. Desde que mis días lentos se empezaron a perder, mi impulso creativo se empezó a frenar; no hacer nada hace parte de esos elementos vitales para dar vida a las mejores ideas, para ver hasta qué punto mi imaginación se puede expandir y mi potencial de escritora salir y brillar. Procrastinar debería ser una parada obligatoria para el oficio creativo, las pausas que impliquen solo escuchar y mirar, olfatear, tocar. Todos deberíamos frenar para eso.
Mirar una oruga en movimiento, escuchar el chisme de los vecinos, olfatear la fruta madura y abrazar a cualquier ente (aunque sea inerte) que se nos atraviese.