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Cultivar el asombro

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“Me gustaría hablar de una poética de la sorpresa;

o de la belleza como perpetuo asombro.”

Milan Kundera.

Viajar es cultivar el asombro. Y no solo con respecto a lo nuevo, sino también para sorprenderse redescubriendo lo que se ha visto durante mucho tiempo: asombrarse al regreso, que el día a día no se vuelva paisaje muerto. En Copenhague vi primero a lo lejos el Puente de Øresund, que atraviesa ese estrecho conectando la capital danesa con Malmö, en Suecia, y es el puente combinado tren-carretera más largo de Europa. Entiendo que quienes lo ven todos los días estén acostumbrados, pero al recorrerlo en tren me costó ver a la gente pegada a la pantalla del celular mientras brotábamos de un túnel bajo el mar para elevarnos sobre él y contemplar la inmensidad, cruzando de un país a otro sobre y entre el azul. Muchos se han olvidado de ver.

Los trenes son mi forma preferida de transportarme y absorber el paisaje. El recorrido de Oslo a Bergen, atravesando Noruega de este a oeste fue descomunal. Lo describen como uno de los trayectos más hermosos del mundo y no es una exageración: en verano empieza rasgando campos verdes, uno que otro venado en las praderas, y se va adentrando en las montañas, decenas de ríos cristalinos de aguamarinas imposibles, van apareciendo nieve, cascadas y hielo alrededor, hasta convertirse en una postal invernal de una belleza alucinante. Y todavía hay quienes miran pantallas, aunque debo confesar que se oyen exclamaciones de sorpresa en distintos idiomas y que la gente se para frente a las ventanas, como comprobando que aquello es verdad.

Los trenes son también un símbolo del movimiento permanente de todas las cosas y de la unicidad de cada mirada. Esta vez me ocurrió que cuando cruzaba uno en la dirección opuesta, produciendo ese temblor del encuentro, a medida que me rodeaban nuevas imágenes al avanzar, pensaba en cómo quienes iban en aquel tren que ya estaba lejos venían de ver lo que yo apenas descubriría. Gente que viene del lugar al que uno va, que sabe lo que uno no sabe. La conciencia de eso es una buena base para el acercamiento al otro.

El viaje es una muestra dolorosamente clara de la relatividad del tiempo —cuando se está maravillado la vida transcurre a toda velocidad—, pero es también una oportunidad para profundizar el asombro. La cuenta regresiva hacia el final duele. Es ahí cuando hay que detenerse, enfocarse deliberadamente en la belleza, sentirla en las venas para ralentizar el tiempo. Con esa conciencia se vive de verdad.

Aun así, llegada la melancolía del inevitable fin del recorrido —a la que sé que estoy condenada e incluso le he tomado cierto aprecio—, imaginé lo duro que sería volver. Pero me recibió ese jardín demencialmente bello que cuido con mi compañero de viaje y de vida, nos acogió con calma, como una nube de transición, resiliente tras semanas de soledad, exhibiendo su evolución, invitándonos a nuevos refugios llenos de encanto que fueron nuestra puerta de entrada a una rutina que es infinitamente más rica gracias a él. Nos asombramos con nuestro propio paisaje al regreso y eso fue un alivio. Asombrarse mirándose al espejo.

Es que aquello que llamamos volver a la realidad no es fácil. Una de las maravillas de viajar es concentrarse en el disfrute, intentar olvidar por ese rato lo duro de la existencia. Concuerdo con la idea que expresa Laura Mora en el podcast Universo No Apto sobre que el mundo es demasiado cruel y entonces la belleza ofrece un equilibrio esencial para ser capaces de seguir existiendo. Así fue el redescubrimiento de nuestro jardín porque, como dice Sue Stuart-Smith en La mente bien ajardinada, “todos los valores que representan los jardines se oponen a la guerra”.

Es que en los árboles que hemos plantado acaricio el universo: los miro y siento esos bosques y parques descomunales que vimos en otros rincones del planeta, las flores y las abejas que examinamos cuidadosamente en cada sitio que visitamos. Nuestras raíces se abrazan sin fronteras. Habla también Stuart-Smith sobre La transitoriedad, de Freud, en la que escribió que “si hay una flor que se abre una única noche, no por eso su florescencia nos parece menos esplendente”, aludiendo a la decepción anticipada de Rilke sobre los encantos de la naturaleza debido a que desaparecerían con la llegada del invierno. Lo que vi en otras latitudes es pasado, pero el verde que me envuelve me conecta con el universo entero y es un recordatorio muy bello de que el viaje va conmigo, de que hay una infinidad de asombros por los que mantener los ojos abiertos.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/

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