La protestas y lo mínimo

La protestas y lo mínimo

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De 14 semanas de clases este semestre en mi universidad, siete fueron de paro de los profesores. Aunque mis amigos en Colombia me molestan, diciéndome que no estudio por lo cortos que son los periodos académicos en Edimburgo, tengo que decir que este semestre, por más que intentara aprender, por más que intentara aprovechar las oportunidades que la universidad tiene para darme, ha sido una batalla contra un grupo de miles de profesores rabiosos alrededor del Reino Unido. Y ahora, la nueva moda en protestas es rehusarse a calificar el trabajo de los estudiantes como método de presión para que las directivas de la universidad le den al sindicato lo que quiere.

¿Qué pasa con los estudiantes de último semestre que están entregando las tesis? Pues, aún no saben si se pueden graduar, porque no saben si les van a calificar con una nota exacta o si simplemente les van a dar una nota mínima para pasar a todos. ¿Cómo se explica esta situación a los empleadores, a las empresas donde queremos trabajar?  A los estudiantes que se van a hacer semestres en el exterior tampoco se les puede garantizar que su trabajo vaya a ser calificado.

¿Qué pasa con los estudiantes y los profesores que deciden no hacer parte de la protesta? El grupo de personas que se para en la entrada de la universidad nos preguntan una y otra vez, mientras entramos al edificio, si realmente tenemos que entrar ahí durante los días de la protesta. “Don’t cross the picket line,” nos gritan, para que los apoyemos en su cancelación momentánea de la vida en el campus. Y los profesores que deciden seguir enseñando reciben insultos en redes sociales simplemente porque decidieron seguir haciendo su trabajo. Porque decidieron que sus estudiantes eran más importantes que una rabia momentánea, que una protesta que seguramente no va a influenciar el debate de las directivas de la universidad.

Al principio apoyé su causa. Estaban protestando por la equidad salarial entre hombres y mujeres, entre personas racializadas y personas blancas, entre personas de la comunidad LGBTIQ+ y personas cisgénero y heterosexuales. “Perfecto,” pensé, ¿quién soy yo para evitar que mis profesores de diferentes comunidades e identidades reciban un pago justo? También estaban protestando por contratos firmes, por planes de pensión garantizados tanto para los profesores como los tutores. Igual, ¿quién diría que estas exigencias son algo malo?

Pero el afán de protestar en Edimburgo parece haberse popularizado como único canal para cambiar una situación injusta, y aunque no lo quieran, las únicas personas a las que los profesores afectan y presionan con sus acciones son los estudiantes internacionales. Es fácil ser de Inglaterra, Escocia e Irlanda porque cuando anuncian el paro, es posible comprar un boleto de tren o rogarles a los papás que los recojan para pasar ese tiempo sin clases en la comodidad del hotel mamá.

Los profesores nos dicen que no nos preocupemos, que el material que no se enseñe no entra en el examen. Pero, ¿acaso estoy estudiando para un examen? Sinceramente, ¿estas personas piensan que yo me fui de Colombia a Edimburgo sola a los 18 años, en la mitad de una pandemia, para estudiar para un examen? Mientas más se aproxima mi fecha de graduación, más me pregunto si lo que he aprendido trasciende las evaluaciones, los ensayos, los proyectos en grupo y los exámenes y si realmente estaré preparada para un mundo laboral cambiante. Aunque diría que esta es la crisis existencial de todos los estudiantes universitarios del mundo, como también lo planteó Martín Posada esta semana por este mismo medio.

Entiendo que un paro debe causar disrupciones, debe generar incomodidad, debe llamar la atención de quienes tienen el poder de cambiar la situación. Pero pareciera que en el afán de la revolución por acabar injusticias, que sí deben erradicarse y visibilizarse, se nos ha perdido el enfoque humano. Mis derechos terminan donde empiezan los de los demás. Nos encapsulamos en unas luchas, y mientras más hablamos más nos cerramos, más somos intolerantes, menos disposición tenemos para dialogar.

He pensado mucho que, si los profesores de mi universidad vivieran la vida de un docente universitario en Colombia, entenderían. Si ellos vivieran en un país que genuinamente no les reconoce el valor de su labor, que carga con un pasado de violencia política que condena a todos a callar por miedo a ser excluidos, silenciados o hasta violentados, ellos no protestarían. Porque muchísimos países del mundo ni siquiera han llegado a desarrollar las raíces que sostienen el sistema que ellos protestan, ni siquiera se habla de paridad salarial, de diversidad religiosa y étnica, de un sistema de pensiones específico a los profesores y los tutores, del retorno al welfare state que el neoliberalismo de Thatcher transformó para siempre. Porque en Escocia no están protestando por lo mínimo, están protestando para la rapidez de unos procesos de transformación social y política que toman años. El afán de la inmediatez está cegando la belleza y las lecciones del proceso de la justicia.

Me considero una persona profundamente revolucionaria y rebelde, conflictiva dirían algunos, entonces esta reflexión sobre la protesta me sorprende hasta a mí. Porque yo fui la primera en reconocer la necesidad de una protesta en Colombia en marco del Paro nacional del 2021, soy la primera en defender las protestas feministas, las marchas LGBTIQ+, porque en la protesta se mide el descontento de la gente, se observa cómo están nuestras sociedades, cómo está nuestra gente. Pero jamás defendería una protesta que le quita a los estudiantes su educación. Así como tampoco defenderé la violencia enmascarada como libertad de expresión, el daño a zonas públicas como consecuencia natural de protesta. Sé que hay muchas maneras más de protestar y yo escojo escribir. Escribir para protestar.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/salome-beyer/

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