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Noches andinas

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La noche no es oscura por la falta de luz. En el campo, la oscuridad es algo que va mucho más allá. La oscuridad allí es una especie de posibilidad, de escenario, donde lo desconocido cobra sentido. Europa crucificó las creencias y los dioses que habitaban en el Abya Yala (América). Hoy adoramos esa cruz que, de la mano de la ciencia, moldeó nuestros conocimientos. Sin embargo, indirectamente, las noches en el campo parecen poner a prueba ese conocimiento importado. Noches que se comparten a través de las voces. Voces que, si bien no cumplen con las normas APA o ICONTEC, no buscan ser citadas, elogiadas o publicadas.

En las noches en las que las estrellas se ponen cobijas, todavía es posible apreciar la palma a la distancia, la cordillera en el horizonte y el pueblo en las laderas. Este último parece retratar las estrellas: desordenadas, a veces lineales. A pesar de las nubes, no hay viento; los árboles se quedan quietos. La palma, que no es una antena, permanece estática. La Luna se deja ver por contados minutos, es exclusiva. Se escucha el sonido de algún bafle con vallenatos o rancheras que la lejanía no permite mucho más que sentir: tun tun tun tun. A eso se le suman los ladridos que parecen alertar la presencia de una zarigüeya, ¿o algo más?. Y, si se hace un esfuerzo, es posible escuchar el río. No hay silencio, ni calma profunda. Algunos empiezan a temblar. Los cucullos forman ojos en todas partes.

Y los hay. A veces son rojos, como suelen contar quienes los han visto en los páramos o en los cafetales. Los charcos que suelen reflejar la Luna a veces muestran una profunda oscuridad. Una especie de tela negra. Una sombra extensa pasa encima de las cabezas. Se ven sus alas negras. Su cara permite apreciar unos ojos rojos, brillantes. Rojo intenso. Rojo como el café que se recoge durante la cosecha; brillantes como las estrellas que se esconden bajo sus alas. Sonríe mientras se escucha una risa cortada, como el sonido de los gallinazos. Se pone la piel de gallina.

Y es que alguna vez alguien que vigilaba otros cafetales a medianoche, se vio sorprendido por el volar de una enorme ave. El pasto estaba mojado por el sereno, lo que hacía que sus pasos se escucharan más de lo normal. Todas las noches vigilaba el lugar, caminando sobre cáscaras, piedras y ramas. Fue en una de esas noches donde vio una especie de cuervo volar. Le pasó por un lado y se posó sobre uno de los estacones que dividía la finca. Como si no fuera bastante raro ya, el ave continúo su camino y justo al frente, en pleno vuelo, se transformó en un ave mucho mayor. ¿Un gallinazo? No, una bruja.

En las noches también se transforman el perro, el pollito o el rumbero. El primero aparece en las veredas, persiguiendo a quien de noche a su casa se devuelva. Se trata de un perro negro, enorme. Casi como un ternero. El segundo tiene una historia más peculiar. Desde la cama se empieza a escuchar un leve tac-tac-tac. Luego el sonido se empieza a intensificar. Pero nadie puede abrir la puerta que parecen tocar. En ese momento, padrenuestros y avemarías toca rezar. El pollito intenta entrar, pero todo se debe cerrar. Con llave. Toca esperar hasta que se vaya. El tercero pareciera más normal. Se trata de un tipo apuesto, elegante y alto que entra al bar como los demás. Baila, toma y goza hasta que, de repente, desaparece. Algunos alcanzan a verle un cuerno, otros una cola, pero nadie sabe a dónde se va. Lo que se sabe es que, en estos tres casos, cuando desaparecen, queda un olor profundo a azufre. Los tres, según dicen, son formas en las que en la oscuridad se ha visto al mayor mal.

Quien observó a la pequeña ave cambiar se vio obligado a recordar las historias que su abuela le contaba entre las cenizas de la leña. Se acordó de la historia de aquel hombre que, despertándose en medio de la noche, cuando se escuchan chicharras, zarigüeyas y fantasmas, vio a su hermano levitando en la cama de al lado. Su hermano, dormido, flotaba sobre la almohada. Eso nadie lo ha podido explicar, por lo que la salida más fácil ha sido ignorar. O de un par de visitantes que, sin compañía y con ganas de aparentar valentía, subieron el cerro donde se escondía la pequeña criatura. La subida era empinada y resbalosa. Babosas, mariposas y una que otra culebra se veían a lado y lado. Los visitantes tardaron días en regresar, pues el duende les había escondido el camino original. Todo esto bajo la noche que entre los cables y afanes de la ciudad es difícil contemplar.

Olvidando muchas historias más, no quiero terminar sin mencionar que en las noches andinas también se puede ver una luz en tierra que es diferente a la de las luciérnagas. En ocasiones, a algunos afortunados (¿o desafortunados?), la noche les llega a enseñar una luz. A veces azul, amarilla, blanca o hasta anaranjada. La leyenda dice que al verla hay que orinar y cavar sin mirar. Al hacerlo, un tesoro se suele encontrar. Una guaca se te ha aparecido. Algunos se atreven a decir que es el metal el que la hace brillar, pero ninguna explicación parece respetar el espíritu que su oro ha dejado.

Las noches parecen recordarnos lo que está más allá de nosotros. Quizás lo que alguna vez estuvo muy cerca, pero los discursos alejaron. La noche nos recuerda que el realismo mágico no es una herramienta literaria sino la manera en la que se intenta narrar lo que solo las voces saben explicar. Aquello que solo entra bajo el cielo oscuro, los grillos, las chicharras, las luciérnagas, y otros sonidos que a veces no podemos identificar. Este es un llamado a escuchar la noche, pues en ella se refugia parte importante de la historia que nos arrebataron.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/martin-posada/

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