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Cuando estaba en el colegio, trabajé con una iniciativa de la fundación de las Naciones Unidas llamada Girl Up. Nos dedicábamos a promover la igualdad de género en todas partes del mundo, a través de clubes que fundábamos en colegios, universidades y barrios. Llegué a ser parte de su equipo de liderazgo juvenil en el que con otras 24 niñas aconsejábamos al equipo y recibíamos entrenamiento sobre activismo, recaudación de fondos y métodos para impulsar el feminismo.

Durante mi último año de participación en Girl Up, me escogieron para moderar una conversación con la doctora Nina Ansary en el evento de liderazgo juvenil. Aunque en el pasado había sido presencial -en Washington-, la pandemia nos obligó a recurrir a la virtualidad, por lo que el día de la conversación me conecté desde mi cuarto en Medellín. Cursaba mi último año de colegio, no había entrado aún a ninguna universidad, pero tenía claro que quería estudiar historia.

La doctora Ansary es una autora iraní que hizo la carrera de Estudios del medio oriente y Ciencias políticas en la universidad de Columbia en Nueva York. En 2020 publicó su segundo libro, Anonymous Is a Woman, o ‘Anónimo es una mujer’. Me contó que la inspiración detrás del libro, en el que cuenta la historia de 50 mujeres que las clases de historia han olvidado, fue que tan solo 0.5% de la historia escrita es sobre las mujeres. Y compartió su hipótesis diciéndome que creía firmemente en que los textos de autores anónimos en la historia realmente fueron escritos por mujeres, porque no podían usar su identidad.

Aunque hayamos sido la mitad de la población, y en muchísimos casos mitad más uno, las mujeres rara vez figuramos en la historia como partícipes. Más allá de ser las protagonistas secundarias de historias de heroísmo, de ser las doncellas que necesitaban rescate, las Helena de Troya, las Ana Bolena, las Manuelita Sáenz (romántica “libertadora del libertador”), en muy pocas ocasiones he leído sobre mujeres que han influenciado la historia como la conocemos, aunque sabemos que existieron. La doctora Ansary me explicó que la exclusión deliberada de las mujeres tiene un impacto profundo no solo en la historiografía y en los foros intelectuales, sino también en nuestra sociedad. Porque el mensaje no subliminal del papel protagónico masculino y de los roles de género se traslada directamente a nuestra realidad. Y he ahí la conexión historia-presente.

Por eso, tal vez la figura de la Pola me gustó tanto. Ya he contado en columnas anteriores que cuando tenía nueve años me disfracé de la Pola para Halloween, sorprendiendo a mis papás cuando su hija, que todavía estaba mudando dientes, llegó diciendo que quería disfrazarse de la espía más reconocida de la época independentista. Me gustó verme capaz de ser rebelde como los hombres, de desafiar la autoridad injusta. Porque hasta ese momento solo había visto que los hombres lo podían hacer. Lloré cuando me vi el último episodio de la novela y mi papá se tuvo que quedar conmigo toda la noche porque no tenía consuelo. “Mona, eso pasó hace mucho tiempo. A la Pola la fusilaron pero mira el país que ella dejó, donde niñas como tú pueden ser lo que quieran.”

Imaginen mi sorpresa cuando en un curso de historia de las mujeres colombianas me dijeron que lo más probable es que la Pola no existió. A mis veinte años esa inspiración infantil aún la tenía arraigada en el alma, y se me aguaron los ojos al imaginar que mi heroína nunca existió.

Resulta que figuras como la Pola y Manuela Beltrán, la espía del libertador y la lideresa de los Comuneros, son fabricaciones del del relato nacional para darle un nombre a las mujeres que sí participaron de la historia colombiana. Pero por su género no figuraron en los documentos históricos que hoy encontramos en los archivos. Estas heroínas no existieron, pero sí existieron mujeres que hicieron lo mismo, aunque no recordemos sus nombres.

Sabemos que la historia la cuentan los ganadores. Llámense Estados Unidos, Vietnam, la Unión Soviética, Hitler, Churchill, Simón Bolívar o Santander. El pronombre masculino es completamente intencional, porque lo más claro es que las mujeres nunca han salido victoriosas. Aquí le pregunto a usted, querido lecto: ¿más allá de la Pola, de Manuela Beltrán, a cuántas mujeres históricas conoce? ¿Puede nombrar a mujeres históricas sin haberlas conocido por los hombres con los que esta se relacionaba?

Claro, no se puede juzgar a la historia con los ojos del presente. Y aunque queda mucho por lograr, las mujeres por lo menos hoy somos ciudadanas, tenemos derechos en papel, podemos divorciarnos, tener propiedades (aunque aún no somos enteramente dueñas de nuestros cuerpos), estudiar una carrera profesional, ir al colegio, y salir a la calle sin permiso de nuestros padres o esposos. Eso es mínimo, si me lo preguntan a mí, pero para el argumento del progreso es válido reconocer lo que antes no podíamos hacer y ahora sí. Pero también sabemos que a las mujeres no se les publican tanto como a los hombres, que la historia social no ha tenido consideración alguna por las mujeres en sus análisis, y que, aunque la historia no debería ser de género, lo es.

Nos hace falta reconocer la exclusión de las mujeres como una pérdida inconmensurable para la memoria de la humanidad. Puede que haya monumentos y placas, pero de nada sirve si no conocemos la historia. Porque más allá del cliché de “quien no conoce su historia está condenado a repetirla”, también está el hecho de que no se puede tener memoria colectiva, memoria del postconflicto, ni memoria nacional, sin incluir a las mujeres. No tenemos memoria, entonces, en un país que la necesita con urgencia. Y creo que, desde que la doctora Ansary explicó su hipótesis sobre los escritos anónimos y las mujeres, la mejor forma de rebelión es escribiendo. Y eso hago. Y eso haré. Por las que no pudieron.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/salome-beyer/

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