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A trancas y mochas Bogotá ha logrado ofrecer a sus habitantes una calidad de vida sustancialmente mayor a la de hace tres décadas. Reconocerlo, ya lo he dicho antes, parece una herejía. Nuestros problemas no resueltos nos empujaron como sociedad hacia la fracasomanía y muchos políticos parecen disfrutarlo. La típica profecía autocumplida promovida por profetas del desastre que, incapaces de forjar acuerdos, se aferran a sus propias utopías así el resultado sea no hacer nada para después quejarse del desastre. Les importa más tener la razón que implementar alguna alternativa de solución.
Se hace como yo lo digo o no se hace nada. Así se ha gobernado a Bogotá. Así han sido en su mayoría las oposiciones a los gobiernos. Realizamos estupendos ejercicios de planeación a mediano y largo plazo, pero difícilmente alguno se lleva a cabo, bien sea por el complejo de Adán del gobernante de turno o también porque muchas veces se trata de ejercicios técnicamente rigurosos, pero políticamente enclenques, que no gozan del respaldo de acuerdos políticos amplios ni de suficiente apoyo de la ciudadanía.
Si no nos inventamos algo distinto vamos a seguir a mitad de camino en asuntos como el hurto, la congestión, la calidad del transporte público, la calidad del aire, la adaptación al cambio climático, entre otros. ¿Cómo hacer para enfocarnos en solucionar el problema político del inmovilismo en Bogotá?
Durante las últimas tres décadas en Bogotá se redujo la pobreza y la violencia homicida mientras que el ingreso per cápita aumentó mucho más que en cualquiera de las ciudades capitales. Muchos indicadores confirman este éxito relativo. Relativo porque seguimos teniendo grandes problemas por resolver y nos obsesionamos tanto dándoles vueltas que terminamos a mitad de camino. De esto he hablado en otras columnas porque tengo la convicción de que es necesario que Bogotá se reconozca a sí misma esos logros, para que recupere su autoestima.
Sin embargo, creo que vale la pena pensar en un cambio profundo en el modelo de gobierno y de gestión pública que nos permitió alcanzar esos logros pero que hoy nos está llevando a la inacción. Pensar el gobierno de la ciudad más allá del alcalde. Pensar la política y la planeación urbana más allá de los resultados electorales. A veces siento tenemos unas expectativas muy altas frente a la lotería de las elecciones. Nos la jugamos todo o nada como quien lanza una moneda y creemos equivocadamente que nuestros políticos se pueden resolver de esa manera. Nos falta democracia.
La segunda vuelta no será suficiente. Me preocupa que quien gane en octubre siga tropezando con la misma piedra que sus antecesores: ganar unas elecciones prometiendo el oro y el moro, enfilando ataques ad hóminem a los proyectos en curso y planteando una supuesta refundación de la ciudad. Me preocupa que quien gane persista en el argumento limitado y engañoso de una supuesta legitimidad absoluta derivada de una victoria electoral. Yo gané y se hace lo que yo diga.
Un primer elemento para revisar tiene que ver con las competencias y capacidades del Distrito, que no es otra cosa que su grado de autonomía frente al Gobierno Nacional que poco o nada ha cambiado desde la Constitución de 1991. Por ejemplo, hay dos asuntos urgentes muy importantes que dependen en gran medida del acuerdo entre el gobierno nacional y el distrital: la infraestructura de los sistemas de transporte masivo y la gestión de la seguridad. Si los gobernantes de turno, presidente y alcalde, no se ponen de acuerdo, no se hace nada. Difícil porque se trata de dos figuras políticas de gran relevancia en el país que no siempre coinciden y que trasladan sus diferencias políticas y personales al plano de lo gubernamental.
Es absurdo que asuntos como la destinación del pie de fuerza de la policía dependa más del lobby o la coyuntura política que de criterios técnicos estandarizados. Por eso las grandes diferencias en el pie de fuerza per cápita en nuestras ciudades. Como también es absurdo que se apruebe o no la cofinanciación de proyectos de infraestructura por parte del gobierno nacional con criterios no necesariamente técnicos sino políticos.
Deberíamos contar con una institucionalidad autónoma, cuya estabilidad no dependa de la lotería de las elecciones presidenciales o de alcaldía y que garantice la continuidad, para comenzar, de los proyectos de infraestructura y la gestión de la seguridad. Que sea garante de que los proyectos que se diseñen y cumplan con requisitos de pertinencia y viabilidad realmente se ejecuten.
También es el momento de revisar el modelo de gobierno y gestión pública hacia adentro. Revisar el papel de las alcaldías locales y cómo dotarlas de un mayor grado de autonomía para ciertos temas relacionados con la gestión que congestionan el paquidérmico y lento diseño institucional del Distrito. Esta debería una de las prioridades del próximo alcalde ya que la discusión quedó a mitad de camino con la reforma al estatuto orgánico y el POT. Solamente la localidad de Suba tiene casi el mismo tamaño poblacional de Barranquilla.
Adicionalmente, vale la pena recordar que la última modernización administrativa se adelantó durante el gobierno de Lucho Garzón. Han transcurrido ya casi cuatro gobiernos desde entonces. ¿Es la estructura administrativa actual del Distrito la adecuada para salir de la inacción y comenzar a avanzar hacia una nueva generación de grandes logros? Sin duda, la constitución de 1991 fue la base institucional que permitió que avanzáramos en la superación de grandes problemas, pero es evidente que hoy estamos estancados. Los problemas no solo no se resuelven, sino que pareciera que tienden a agravarse.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/miguel-silva/