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Valla, requisa y bolillo

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Hace tiempo, años quizá, que no visito la Plaza Botero. Pasé por allí, quizá, en 2018 con mi sobrino Santiago. Lo llevé en una de sus visitas a la ciudad con el fin de mostrarle un cuadro de Manzur que me gusta mucho —Homenaje a una pared blanca— y, de paso, caminar por el centro. Quería que lo viera, que lo sintiera bajo sus pies, que lo oliera.

El centro de Medellín ha sido, desde hace décadas, un territorio en disputa. Se fue quedando sin habitantes el parque de Bolívar, se oscureció para siempre un costado del parque de Berrío, perdió sentido el verbo juniniar que ya poco se conjuga…

Nunca viví en el centro, pero fui uno de quienes lo abandonó. En mi paso de la adolescencia a la adultez quedaban todavía allí algunas librerías —en Junín, en el pasaje Boyacá— donde encontré algunos tesoros literarios en los que me gasté el dinero de futuros pasajes. Pero desaparecieron las librerías, se cerraron los cines, cambiaron la música de los bares. Y no volví.

Al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver, dice un verso de la canción que Joaquín Sabina compuso, le regaló a Ana Belén y luego él mismo siguió cantando, Peces de ciudad.

Aquel retorno al centro fue para constatar lo que ya sabía: el centro de Medellín como un lugar de paso, abandonado a su suerte en una ciudad que prefirió darle la espalda.

El centro es violento: en 2021 se cometieron 80 asesinatos en la comuna 10, La Candelaria. En 2022 fueron 75. Pese a la reducción es, de lejos, la zona de la ciudad donde más homicidios se cometen. Y desde hace años es allí donde más hurtos se cometen.

MI viejo, que dejó su natal Pereira a los 15 años y se instaló en Medellín para estudiar en la Universidad de Antioquia, me contaba con nostalgia de sus años estudiantiles, de las noches en Guayaquil cuando esta todavía era una ciudad tanguera y el centro aún era un sitio para el encuentro.

Habrá quien me desmienta, claro, porque todavía hay allí teatros y bares, está el Museo de Antioquia y el Palacio de la Cultura y el Pablo Tobón Uribe. Aún hay gente que vive en esos edificios desde donde otear el caótico tráfico de El Palo y La Playa… y es cierto todo. Hay quienes se resisten y les debemos mucho.

Decía antes que ese centro es un territorio en disputa. Cada administración municipal —o distrital, de ahora en más— habla de la recuperación del centro. Pero no me ha quedado muy claro si saben de quién o para quién hay que recuperarlo. En los años de la segunda alcaldía de Juan Gómez se le declaró la guerra a los vendedores ambulantes, había que sacarlos de la calle como fuera. Aunque también fue entonces cuando se le dio vida a la hoy encerrada Plaza Botero.

La actual alcaldía decidió —la referencia es obvia, pero sirve al cometido— vender el mueble. Cercó la Plaza Botero limitando el flujo de personas, ubicó policías en diferentes puntos para controlar el acceso a un espacio público y de todos y declara ahora que la estrategia es un éxito. Claro, si no hay nadie, pues nada pasa.

Decía en una columna pasada que Medellín es una ciudad sórdida. Como en aquella ocasión no vengo aquí con soluciones que no tengo, solo con dudas. ¿Para qué necesita una ciudad una plaza cercada y bajo vigilancia? ¿Qué tontería es esa de creer que la seguridad viene de las vallas, la requisa y el bolillo? ¿Qué clase de triunfo social o administrativo o policial representa incautarse de unas cuantas navajas?

¿Para qué el espacio público si para disfrutarlo se necesita del gran hermano con sus cámaras brindando esa falsa sensación de que todo está bien?

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/mario-duque/

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