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María Antonia Rincón

No apta para señoritas: ¡Madure, hombre!

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Circula en emisoras la cuña de una IPS que ofrece tratamientos con medicina biológica. No conozco sus beneficios y aclaro que, en general, soy abierta a consultar alternativas distintas a la medicina tradicional. Lo que me tiene pensativa es la cuña: un hombre, con voz de adulto, le reclama a su papá porque no le advirtió que debía hacerse el examen de próstata. El padre responde que él no sabía que fuera necesario y ofrece a acompañar al hijo a realizarse tal procedimiento. El hijo, como si el primer reclamo no fuera suficiente, le contesta que ya es muy tarde pues le acaban de diagnosticar cáncer de próstata.

Ese comercial de radio ofrece muchos elementos de análisis para comprender nuestra cultura. Lo primero es el reclamo de un hombre que se escucha adulto, hecho y derecho, a un padre que, supone uno, sea un adulto mayor. Después, cuando el padre reconoce su ignorancia, con tono humilde, trata de enmendar lo que le hacen ver como su error, pero no es suficiente para el hijo: éste, además del primer reclamo, hace sentir peor al padre adjudicándole la culpa de su enfermedad.

Es el ejemplo de quien no asume la adultez y, a conveniencia, extiende la minoría de edad con comportamientos de dependencia y posterior reclamo. Es la misma conducta de quien quiere todo ya, a su manera, y si no, enojo y berrinche, como un niño malcriado, aunque ya supere los treinta.

No pasaría de ser un mal comercial (¿en la cabeza de qué creativo surgió la idea de que generarle culpa al padre era el gancho perfecto?); sin embargo, pone en evidencia una regular y extendida forma en la que nos relacionamos en nuestros entornos. Nada tiene que hacer un hombre reclamándole al padre un conocimiento que es su propia responsabilidad. Pero así somos: delegamos las culpas. Si un niño se cae y se golpea con una mesa, la culpa es de ésta: “mesa mala”. Cuesta mucho enseñarle al niño que dentro de sus posibilidades hay límites; que en la vida seguirá golpeándose, y que habrá fracasos e incertidumbre.

Crecer creyendo que todo lo malo es culpa de otros tiene un efecto aterrador: crece el cuerpo, se extienden los músculos y los huesos, pero el ser humano que habita ese cuerpo sigue siendo un infante, en muchos casos asustado, que no es capaz de identificar sus emociones y que disfraza el miedo con rabia. Ese ser que no se asume como adulto responsable de sus actos, en muchos casos, destila rabia y frustración hacia quienes representan una mínima amenaza a su identidad.

No hay manual para ser adultos, porque en la vida, casi todo termina siendo improvisación. Es recurrente que oigamos que hay que aprender de los errores, avanzar; pero, para lograrlo tal vez nos falta un paso: aceptar el error como propio cuando así lo sea. No delegar la responsabilidad.

Sabernos seres con posibilidad de equivocación y de enmienda nos diferencia, en buena medida, de los niños. Somos adultos porque comprendemos que la vida es en relación con otros y porque aprendemos que estas relaciones son tal vez el reto más significativo que experimenta la humanidad. Allí yacen nuestras alegrías y nuestros dolores. Y, precisamente, por eso, asumir lo que a cada uno le corresponde allana la cuesta de la existencia.

Colofón.  Hay muchos métodos que explican cómo relacionarse con los hijos, pero muy pocos hablan de cómo relacionarse con los padres cuando son adultos mayores. Es hora de que pongamos el tema en la agenda, que extendamos conversaciones al respecto, para que evidenciemos, por ejemplo, que nos criaron dentro de sus posibilidades y que no son culpables de nuestras decisiones adultas; que su cuidado no es responsabilidad única de la hija mujer; que se debe preservar la autonomía de los adultos sin infantilizarlos; y que la relación de padres e hijos no es de dependencia sino de comprensión. Y esto, como casi todo en las relaciones humanas, es más fácil decirlo que practicarlo.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/maria-antonia-rincon/

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