“Uno oye decir continuamente que la solución de los problemas de su país, que la solución de los problemas del mundo, está en la educación. La tesis parece evidente. Pero, ¿qué pasaría si, aun admitiendo que la educación es la solución de muchos problemas, tuviéramos que aceptar que la educación, cierto tipo de educación, es también el problema? Qué interesante desafío para la inteligencia no dedicarnos a celebrar la educación en abstracto, sino exigir de nosotros una idea sobre lo que la educación debería ser”.
William Ospina
En esta cita, Ospina nos exhorta a una reflexión de segundo orden ¿a la educación quién la educa? Primero con la pregunta y luego con el desafío de proponer. Acepto el doble reto, con las revoluciones industriales como telón de fondo.
No tengo duda de que la educación escolarizada, desde la básica hasta la universitaria, también es el problema, y quizás el principal. El sistema educativo imperante es cada vez más obsoleto. Diseñado para responder a las exigencias de las dos primeras revoluciones industriales, promueve el hacer sobre el ser; la especialización, la repetición, la memorización, la obediencia, la competencia y la subordinación a las demandas utilitaristas del mercado, que es necesario atender, pero no pueden ser su único ni principal fin. La educación es (debe ser) para la vida, y no solo para el trabajo, porque este es vida, pero no es la vida.
También son obsoletos sus métodos de evaluación institucional y personal. Las famosas acreditaciones de calidad terminan siendo de cantidad: una sobredosis de burocracia. Un simulacro permanente de medir para evadir, de aludir para eludir, de la superposición de la forma sobre el fondo. Las normas APA, por ejemplo, son más relevantes que los argumentos y los hechos. Una carrera sin fin y sin sentido. ¿Qué sigue después de la acreditación internacional, otorgada, cuando no vendida, por agencias privadas: la interplanetaria?
Lo propio pasa con las evaluaciones y títulos personales: en cuanto más se exigen, más se desvalorizan. Tantos títulos sin doctor y tantos doctores sin título, entre ellos personas iletradas, pero profundamente cultas, en su sentido más amplio, que trasciende el del enciclopedismo muerto y elitista.
La tercera revolución industrial o revolución de la información fue el campanazo de alerta para el sistema educativo tradicional. La explosión de datos generada por el matrimonio entre el computador personal e internet, luego consolidada con el smartphone, cambió paradigmas. El poder no es tanto del que tiene la información, sino del que sabe cuál desechar en el maremágnum de datos en el que con frecuencia naufragamos. La información sola tampoco volvió a representar una ventaja: fue necesario hacerla más útil para traducirla en conocimiento. No obstante, lo anterior no ha sido suficiente para despertar al sistema educativo de su letargo de casi tres siglos.
Continuamos hipotecando la educación a las demandas del mercado. Una institución moderna por excelencia como la corporación (la gran empresa) sigue atribuyéndose el derecho de validar la calidad educativa, su “pertinencia”, con la venia de gobiernos, estados enteros y hasta las propias Mipymes, con su actitud gregaria. Bajo este paradigma, asistimos a un proceso de empresarización de toda nuestra existencia, que se manifiesta en consignas del tipo “gerencia tu propia vida”, quizás como punto de partida para tener una empresa “unicornio”, que pronto alcance un valor de mercado superior al billón de dólares.
Pero tampoco la información y el conocimiento han sido garantía de formación o de buena educación, como lo inquiría el escritor norteamericano Thomas Eliot: “¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido en información y dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento?”. Sabiduría que es la consecuencia de aprovechar el conocimiento para mejorar nuestra relación con nosotros mismos, con los demás (para convivir mejor), con la naturaleza y con lo trascendente. Dimensiones del ser, complementarias con las del hacer, que requieren un saber especializado.
Esto no es romanticismo ni ingenuidad humanística, es el pragmatismo necesario para afrontar los retos que nos trae la Cuarta Revolución Industrial (4RI) a los seres humanos, so pena de terminar reducidos a meros datos, si no los enfrentamos. La cuarta es la revolución de las inteligencias, pero también la competencia entre ellas: la artificial, basada en las infotecnologías, contra la natural, basada en las biotecnologías.
Con la miopía propia de la educación tradicional, los tecnófilos a ultranza nos invitan a potenciar las infotecnologías, formándonos en algoritmos y programación, dado el déficit actual en dichas materias. Craso error. En poco tiempo tendremos sobreoferta, porque este conocimiento no implicará una ventaja competitiva sino una barrera de entrada; un conocimiento necesario para interactuar con la inteligencia artificial, así como lo fue el inglés para negociar con el resto del planeta.
Las ventajas habrá que buscarlas en lo propio de la inteligencia humana orgánica, con conciencia. En aquellas “habilidades blandas”, en las que una inteligencia artificial no podrá reemplazarnos fácilmente: crear ideas nuevas, resolver contingencias, comprender emociones, pensamiento crítico, cooperar con otros humanos, entre otras.
En el reino de la tecnología, ¡vaya paradoja!, le llegó el momento a la educación humanística, pero también planetaria, porque no podemos mantener la soberbia de un antropocentrismo moderno, depredador del planeta y de los demás entes vivos; de estirpe machista, racista y clasista. Formar humanistas no es formar comunistas, una claridad necesaria en un país en el que, por temor a formar comunistas, hemos formado malos capitalistas. El colofón: unas cuantas empresas exitosas en sociedades fracasadas.
Para no celebrar la educación en abstracto, como dice Ospina, propongo un humanismo humilde, en el sentido de sentirnos por siempre incompletos; respetuosos de todas las formas de vida y amables con nuestra “Tierra-patria”. Esto exige articular y equilibrar las agendas determinantes del futuro, que en educación ya es presente: la de los ODS, la de la 4RI y la emergente de la pandemia. A diferencia de las anteriores, la cuestión fundamental que nos plantea a los humanos esta revolución industrial no es qué vamos a hacer, sino qué vamos a ser.