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Juan Felipe Gaviria

¿Quién ordenó el alfabeto?

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¿Quién ordenó el alfabeto? Es una pregunta curiosa, pero menos profunda de lo que aparenta. Tiene su respuesta en la historia, como todo lo que es creación nuestra; la encontramos en los romanos y los griegos, porque no es mentira decir que todos los caminos llevan a Roma para muchas de las respuestas sobre porqué somos cómo somos, ya que fueron ellos los que organizaron su abecedario, de esa manera algo aleatoria que hoy heredamos.

Inspeccionándolo, su orden no está basado, por ejemplo, en las letras más usadas. La a no es la letra más usada en el español; es la e. Solo su fin con la equis, la ye y la zeta le dan algo de peso a este argumento con su lugar en la última estrofa de la famosa canción que nos recuerda las letras. Pero la pe, la eme y la ese, todas letras más comunes que la cu y la ka, están más lejos a la a. Tampoco agrupa sonidos similares. A la be y la pe las separan 14 letras. La uve y la be se llevan veinte, y la ce y la ka están a 9 letras de sí mismas. Entonces quizá algo tenga que ver su representación gráfica. La eme es básicamente dos enes y está pegada a su hermana bifurcada. También la uve y la doble u (también conocida como doble uve) están pegadas y tampoco son muy distintas a su vecina, la u, en su figura. Faltaría tener la jota, la efe y la ele juntas para agrupar las altas y casi logramos hacerle caso a este argumento, pero también la ce se metió entre la be y su gemela girada, la de.

Entonces, el orden de nuestro alfabeto, uno de los primeros aprendizajes de todas las generaciones, parece ser simplemente un descendiente más de las coincidencias de la historia que sobrevivió al olvido. Un nieto más de los romanos y los cristianos al que no hay que echarle mucha cabeza ni ser protestado. Es solo un orden de las herramientas elementales de nuestra lengua. Parecido quizá a los nombres de nuestros ocho planetas, siete continentes y cinco océanos. O a la organización del calendario con los febreros cortos, los noviembres medianos y los diciembres y eneros largos. Una realidad contra la que no hay que luchar porque es parte de nosotros.

Pero la existencia de nuestro abecedario ordenado y su presencia en todas las lenguas románticas y hasta su influencia en los alfabetos germánicos pueden ser un síntoma de una idea más profunda. Señala, tal vez, una complacencia en lo más primario de nuestras concepciones. Porque el orden del alfabeto y los nombres de los planetas cuentan una historia que se esparce, sin hablar mucho, a realidades más importantes. Porque su ayuda en globalizar conceptos y su uso en nuestro mundo, significa que muchos otros alfabetos, meses y planetas han sido olvidados. Como también dioses, ordenes sociales y tradiciones.

No creo que tengamos que reformar el alfabeto ni cambiar el número de días de mayo. Pero creo que sí tenemos que cuestionar más las maneras que decidimos lidiar con el mundo. Nos hemos arrinconado en nuestra obsesión por la filosofía griega, los dibujos de Da Vinci y las estructuras de Gaudí. No recordamos los nombres de los que cultivaron nuestra tierra con respeto, ni los que adoraron a la Sierra Nevada por siglos, ni los que admiraron con cuidado la potencia del río Magdalena (originalmente conocido como Karakalí). Decidimos olvidar que la coca es una parte integral de la cultura ancestral de nuestro país por la manera que es alterada por químicos franceses y gringos que nos obligan a querer arrancarla de sus raíces. Y más que los dibujos, son las filosofías que crearon las que han predominado. La de la excelencia individual, la meritocracia absoluta y la persecución de felicidades efímeras. Consumibles. Deberíamos recordar, cuando contemplamos los alfabetos, que alguien los ordenó por nosotros. Y quizá, que necesitamos cambiarlos.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-felipe-gaviria/

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