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Manuela Restrepo

¡Qué bonita eres!

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Dentro de nuestra rutina de familia llevo a Candelaria, mi hija de 3 años, a cortarse el pelo. La visita a la peluquería es algo normal para ella, lo hacemos cada tanto. Adicionalmente, le cuento cuando yo voy, y le muestro cómo me arreglo el pelo o las uñas.

Una vez, sentada en su silla, mi hija me pide no solo cortarse el pelo, sino que quiere un peinado. Por supuesto accedo. Su sonrisa se lo merece todo. Ya listo el peinado, ella me mira nuevamente y me pide pintarse las uñas.

En casa, papá, mamá e hija nos las pintamos como un juego, pero en un salón, con una estilista profesional, me parece en principio, un poco exagerado. Lo pienso.

Ella me mira con esa carita y mi mente en menos de 20 segundos pasa por mil conversaciones. Que está muy chiquita para eso, que quizás es meterla en un mundo de grandes. Que no hay necesidad de enseñarle desde ya esos estándares de belleza femeninos que tanto daño nos han hecho, que está justo en el momento de liberarse de la obligación impuesta de pintarse una parte del cuerpo que no tiene necesidad de ser pintada, que esto implica hípersexualizarla… y que tal vez solo lo quiere hacer porque ve a mamá hacerlo, que para ella es solo un juego, que le llaman la atención los colores brillantes y ni siquiera piensa que eso tiene que ver con el cuerpo femenino. Mil pensamientos, muchos de ellos contradictorios.

Acompañar a crecer una niña es ésto: debatirme entre lo que en la teoría debería ser una crianza feminista y un libre desarrollo de su personalidad, que en el fondo no es tan libre porque está permeado por su contexto, por las prácticas familiares y, por supuesto, por lo que papá y yo hacemos y le mostramos en casa.

Le temo constantemente a hípersexualizar a mi hija. Me causa escozor ver a esas niñas y niños vestidos de manera sensual, tomándose fotos sacando la cola y estirando la boca a sus escasos 4 años; me impresiona oírlos cantar letras sugestivas de reggaetón a todo volumen; me repugna ver fotos de niños pequeños con pseudo musculaturas exhibiéndolas como en un gimnasio.

Estamos obligando a nuestros niños y niñas a crecer presionados por el deseo de agradar sexualmente, les alabamos su belleza más que su inteligencia o sus habilidades, les enseñamos que su valor depende de los halagos de los demás y luego nos sorprendemos de su silencio ante abusos de cercanos.

La niñez, esa que nos corresponde a nosotros proteger, crece esperando ser admirada por sus atributos físicos. A las niñas les decimos todo el tiempo lo lindas que son y las acostumbramos a crear lazos de confianza con los otros a partir de comentarios que alaben sus cuerpos. “¡Qué linda la niña!”, “¡qué bonita eres!”. Las maquillamos y hasta las disfrazamos de un cuerpo recién intervenido quirúrgicamente. Les enseñamos a hacer poses sexis y a darle beso a todo el adulto que les presentamos. Y a los niños se les muestra cómo enamorar a la “amiguita”, les preguntamos si ya tienen novia y los incentivamos a ser todos unos conquistadores.

Los niños y niñas terminan viendo ésto como un simple juego, pero llevarlos al límite de enseñarles que exaltando su sexualidad tendrán un mayor valor social, les ocasionará en su juventud o adultez bajos niveles de autoestima, ideales de belleza utópicos y ser más propensos a relaciones violentas y poco sanas con su vida sexual, lo que a su vez los hace presa fácil de los abusos y violencias sexuales.

Identificar esa línea existente entre ese momento cuando el maquillaje es un simple juego o cuando se convierte en la idealización de un estándar de belleza, no es tarea sencilla. Saber diferenciar cuándo el esmalte llama la atención solo por sus brillantes o cuándo se convierte en una necesidad de encajar en un cuerpo femenino es función de padres, madres y cuidadores. Sin embargo, nosotros, que hoy tenemos esa responsabilidad, crecimos bajo esos mismos estándares, así que lograrlo implica deconstruir nuestro propio modelo de crianza y abrir los ojos hacía prácticas aparentemente inofensivas pero cargadas de un alto contenido sexual.

Candelaria finalmente se pintó las uñas, escogió un color similar a los que yo normalmente escojo y me dijo: “mira mamá, ahora mis uñas son como las tuyas”.

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