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Quienes nacimos en países que fueron colonias, llevamos el odio por las monarquías en la sangre, no concebimos posible que hoy, después de tantas luchas por la libertad y la democracia, sigan existiendo esas figuras ostentosas y rimbombantes de siglos pasados, cuyo único mérito y poder no viene de la voluntad popular, sino de haber nacido del vientre de una reina.
Tuve la oportunidad de estudiar mi posgrado becado en el Reino Unido, lugar al que llegué con esta visión republicana tan nuestra. Sin embargo, en las conversaciones con amigos e interlocutores encontré una concepción mucho más profunda que la que tenía, y que involucra factores económicos, culturales, institucionales y políticos que van mucho más allá de ese lugar común en el que decimos “hay que acabar todas las monarquías”.
A raíz de la muerte de la Reina, muchas personas me han preguntado por mi opinión sobre la Monarquía Británica. Aprovecho este espacio entonces para compartir algunas de estas reflexiones sobre la materia, aclarando que no me centraré en la figura de Isabel II (cuyo legado y liderazgo son un patrimonio histórico tremendo), sino en la de la institución: La Corona.
Lo primero que hay que decir es que, a diferencia de otras monarquías, la corona no les cuesta un penique a los británicos. El origen de la sostenibilidad financiera de la Monarquía Británica se remonta al siglo XVI: cuando el rey Enrique VIII se separó de Roma y fundó la Iglesia Anglicana, le dio un ultimátum a los sacerdotes y religiosos católicos para que se convirtieran, o abandonaran la isla so pena de muerte. La mayoría de ellos, no dispuestos a renunciar a su fe, tuvieron que salir de manera atropellada del Reino, acosados por las fuerzas del Rey.
No es un secreto que, a lo largo de la historia, la Iglesia Católica en todo el planeta ha tenido un enorme poder económico por la acumulación de propiedades y riquezas libres de impuestos. Una vez expulsó a los católicos, Enrique VIII se apoderó de sus tierras, riquezas y propiedades de toda índole, convirtiendo a la Corona Británica en una de la más ricas del mundo. Desde ese momento hasta la actualidad, la Corona se ha sostenido económicamente con las rentas y ganancias de sus tierras y propiedades. Hoy este emporio económico se encuadra en lo que se denomina el “Crown Estate”, un conjunto de tierras y propiedades inmobiliarias en el Reino Unido que pertenecen al monarca británico como una sola corporación y que tienen un valor estimado de casi 20.000 millones de dólares.
Además, la Corona Británica no solo no le cuesta a la ciudadanía, sino que le genera una enorme cantidad de ingresos al país por el turismo que atrae. No conozco una cuantificación que se haya hecho de la materia, pero es evidente el multitudinario flujo de turistas por las distintas ciudades, visitando los monumentos y reliquias de la milenaria Monarquía.
Por otra parte, la Corona es un símbolo para los británicos, está arraigada con firmeza en su cultura. Y no solo en Inglaterra, sino además en Gales, Irlanda del Norte y Escocia, que después de Wallace y de tantas guerras por la independencia, terminó aceptando a la corona cuando Los Estuardo, una dinastía con sangre escocesa, llegaron al trono. Lejos de sentirse indignados o avergonzados con la monarquía, los británicos se enorgullecen de ella. Basta cuestionar sobre la Reina a cualquiera de ellos en una conversación casual para recibir una respuesta como “don’t mess with the Queen, I love her”.
Finalmente, a nivel político e institucional, la figura de la reina –y ahora del rey– es bien interesante. La reina hace parte, junto a los presos y otros, del grupo de ciudadanos privados del derecho a voto. No participa de ninguna manera en política, ni se mete en las elecciones. Su figura está por encima de los partidos, y no asume posiciones en favor o en contra de ninguno de ellos.
Además, por mandato constitucional, la monarquía como institución tiene una función de equilibrio institucional: al detentar el poder soberano y encontrarse por encima de las tres ramas del poder público, es la llamada a dirimir los conflictos que se presentan entre estas, lo que en Colombia se conoce como el “choque de trenes”, cosa que sucede pocas veces en un siglo.
Por ejemplo, en 2019 cuando el Primer Ministro Boris Johnson (rama ejecutiva) clausuró el Parlamento (rama legislativa), dicho acto fue demandado ante la Suprema Corte (rama judicial) y esta determinó que era ilegal. El gobierno se propuso desconocer la decisión de la Corte, y la Reina, por mandato de la Constitución, fue llamada a dirimir la controversia. Su veredicto fue a favor de la Corte y el Parlamento. Para los apasionados por los sistemas de pesos y contra pesos como yo, esta figura resulta, cuando menos, sumamente interesante, sobre todo para sistemas como el nuestro, en el que estos choques quedan siempre en el aire, sin un poder superior que los dirima.
Cierro con esta reflexión: el pensamiento liberal, la pluralidad, diversidad y mente abierta que decimos asumir para recibir, aceptar y valorar las diversas culturas que conviven en el planeta, también aplica para aquellas que incorporan figuras que nosotros, los republicanos que pagamos con sangre nuestra independencia, no terminamos de concebir como posibles o aceptables.
Un brindis por la libertad, y que Dios salve a La Reina.