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Juana Botero

Cartas de viaje: la vieja costumbre de amar lo de antes

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No soy vieja. Todavía me faltan muchos años para ser considerada como tal según la cultura occidental moderna, pero me encantan los viejos.

Crecí creyéndome una -según mi madre- que decía que me iba a “madurar biche” por andar con amigos muy mayorcitos para mí.  La verdad es que no solo eran los amigos lo que me hacían sentir “grande”, sino todo lo que me gusta: la música de antes, los lugares envejecidos, los sabores de viejo, la contemplación pausada de la naturaleza, el tabaco, el silencio, las conversaciones profundas de la vida e incluso las “baratijas” de anticuario. Esos gustos me hacían alejarme de compañeros de mi edad y acercarme a quienes supuestamente no me correspondían. Siempre he reflexionado demasiado sobre la adultez y las distintas maneras cómo en el mundo aborda lo viejo.

No me siento muy juvenil ni moderna, nunca sé cuál es la canción de moda ni el color de temporada. Me inquieta cómo las culturas abordan lo añejo y en este viaje esa inquietud ha aparecido con más fuerza.

He pensado en la gente vieja de verdad, los que llegaron antes. No tanto en los viejos del alma, los que llegaron después y se marchitaron prematuramente.

Sé que algunos de ellos -porque me lo cuentan en conversaciones- se sienten relegados por sus pueblos, por sus mismos allegados, como si por no ser nuevos pasaran de moda, y se sienten desechados como los celulares que se programan para morir. 

En el país del que vengo la gente tiene obsolescencia programada muy rápida y la verdad es que eso no es normal, porque, como escribió mi padre, “que sean muchos años significa muchas cosas. No necesariamente ser inválidos o necesitados o que se deba «sufrir » de la compasión ajena. No. Somos seres humanos nacidos un tiempo atrás que, a las buenas o a las malas, hemos vivido más horas, más experiencias”. Lo único infalible es el paso del tiempo y el tiempo solo da sabiduría ¿No deberíamos cambiar un poco la mirada sobre ello?

En este viaje he observado lo viejo y a los viejos, y aquí sí que es distinto. En este lugar no llegó la obsolescencia programada a los 70, y la única forma de perder la vida es, efectivamente, perdiéndola. Nadie muere en vida. No pasa en este lugar lo que pasa en mi país: que los viejos quieren hablar y nadie los escucha, que todo el mundo está cansado de sus historias repetidas y no se encuentra sabiduría en su experiencia.

Aquí tampoco es necesario usar palabras inventadas para decir lo obvio; seguro que mi padre sería feliz oyéndolos hablar, él que empezó una “campaña” entre sus amigos para que se les diga como lo que son: “¡Nada de eufemismos!, viejos. Eso sí es bello, suena a lo que es: alguien con muchos años. Simple”, me decía contándome sobre su búsqueda por ser nombrado con respeto, y eso tiene dignidad.

Aquí la vida de los viejos sigue siendo vida. Salen solos en las mañanas, van al banco, hacen sus compras y andan con una bolsa con rueditas donde van depositándolas. Arrastran despacio, con belleza y con mucha gracia, ese símbolo de libertad e independencia. No tienen niñera y nadie los considera inútiles.

En las tiendas esperan sin prisa a ser atendidos y, una vez llega su turno, se dan el privilegio –ganado y merecido- de hacer esperar a los afanados -por lo general jóvenes- quienes ya saben lo que necesitan y sin mediar saludo, exigen a gran velocidad.

Cuando un viejo llega al frente, puede decir cosas como: “te voy a contar la historia”. Y ahí inicia una deliciosa anécdota personal. Puede ser cualquier cosa: darse de baja de un servicio, comprar una lavadora o pedir un cambio de talla. Sea lo que sea, todo inicia con un cordial saludo, piden el nombre de quien los atiende para llamarlo así, cuentan la anécdota que los llevó allí y piden ayuda. Permiten que les sugieran qué deben hacer y, si no están de acuerdo, solicitan respetuosamente lo que ya traían en mente.

Aquí los viejos habitan las ciudades como cualquier otro ciudadano.  El respeto por su historia como país, el cuidado de sus monumentos, las fachadas conservadas y el respetadísimo oficio de los restauradores, hacen que al paso de los años se les respete como a sus edificios.

Y no es una moda “vintage” de los hípsters consumidores de ropa vieja, es el entendimiento profundo de que el paso de los años es asunto de todos y que, lejos de ser una vergüenza pública, los años son accesorios valiosos: símbolos del paso del tiempo, de las experiencias vividas. Son muchos libros que han pasado por los ojos ya desgastados, muchas caricias con las ya envejecidas manos, muchos pasos caminados, cientos de ideas que defendieron y que ahora ya no necesitan ni defender, ni creer, ni recordar.

A los viejos no solo hay que respetarlos. Merecen más. Les debemos, entre tantas cosas, ciudades que les permitan vivir de manera plena, porque en poco tiempo seremos nosotros aquellos a quienes llamen viejos; y porque entre más años nos permita vivir la ciencia y sus avances, más necesario será aprender a convivir entre personas mayores.

Hoy es sorprendente cumplir 90 años, pero dentro de poco podremos llegar sin problema a los 150. Desde ahora y para entonces, es perentorio que tengamos una consciencia lo suficientemente desarrollada para abandonar la torpe idea de que los años hay que esconderlos por temor a ser relegados por la sociedad.

Entonces viviremos en lugares más amables, disfrutaremos esa gente serena y sabia  y sabremos llevar con gracia la vejez.

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